Hace 20 años exactamente, una cortina se corrió gracias al llamado que nos hizo Esther Chávez(+) quién detectó el homicidio contra mujeres en Ciudad Juárez, Chihuahua. Muchos años antes en un tribunal europeo las feministas habían descubierto el femicidio global, como la evidencia más nítida de la desigualdad entre hombres y mujeres, esa que produce la discriminación y la exclusión.
Las revelaciones de Esther Chávez mostraron el perfil del extremo de la violencia contra las mujeres. Y muy rápido se alzó preocupación y protesta. El conteo de Esther Chávez, a través de los periódicos y algunas denuncias, sirvió de base para ir conociendo la situación en todo el país. En Ciudad Juárez, la protesta de organizaciones y grupos de madres cuyas hijas fueron asesinadas o desaparecidas originó la atención de los gobiernos. Se descubrió la impunidad como sistema e inmediatamente la oficialidad trató de minimizar el tamaño del problema.
Lo que sucedió es que rápidamente los aparatos oficiales estaban más preocupados por convencer a la opinión pública de que el tema preocupaba y se atendía, por tender cortinas de humo. Algunos dijeron que en su administración no había feminicidio, todo ello en lugar de atender y prevenir. La oficialidad, pública o privada, siempre intenta ocultar la realidad. Lo hacen los agentes y las agentes del estado, desde sus puestos y sus escritorios, tomando distancia entre esa realidad y su atención.
Acabamos de presenciar el reconocimiento de que se actuó con exceso y abuso en el Caso de Atenco, caso clásico de la burocracia y la injusticia. Recuerdo que una funcionaria me dijo que probablemente se “inventó” el abuso, por “razones políticas”. Encima la descalificación. Y ante la injusticia, hoy esas mujeres no aceptaron las disculpas. Ellas sufrieron y vivieron lo que no se puede poner en un reporte deshumanizado y burocrático.
Pero el tamaño de la violencia hoy hace imposible el ocultamiento, porque México ha sido reconvenido por toda clase de organizaciones, nacionales e internacionales, públicas y privadas, por la lentitud en tomar medidas efectivas para parar la violencia, la discriminación y exclusión de las mujeres. No obstante, siempre, la oficialidad, las agencias y los agentes del Estado intentan, con burocracia extrema, desautorizar los hechos. Y se valen, incluso, de supuestos estudios científicos.
Es lo que se llama opacidad, engaño, hacer como que se hace y se hace muy poco. Lo más grave es que una mentalidad burocratizada, es decir, la que trata de atender la violencia contra las mujeres, al extender reglas absurdas, reglamentos, formatos, proyectos, a veces voluminosos y de difícil entendimiento, para justificar que algo se está haciendo, sin dar capacidades reales a sus agentes, generalmente porque quien dicta las órdenes y quien las ejecuta, no se han transformado. Conozco a una experta que dice que en ese proceso de hunde más a la víctima en lugar de ayudarla.
Bien se sabe por los diagnósticos, los datos, los sufrimientos, que no se trata de acostumbrarse al oprobio sino que hay que hacer algo. La realidad de la violencia contra las mujeres obliga a tomar medidas humanas y diligentes, pero la burocracia ha llegado hasta los grupos sociales.
Si urge atender un caso, las flamantes instituciones oficiales nos regresan un formulario o un protocolo. Como cuando fueron violadas tres indias tzeltales en el retén militar de Altamirano, Chiapas, en 1994. Ninguna “experta” en atención a la violencia, se atrevió a cruzar los caminos de Chiapas ocupados por el Ejército. Y 20 años después, cuando se han multiplicado por decenas instituciones y grupos “especializados” en la violencia contra las mujeres, a una emergencia, donde se puede salvar una vida, un empleo, la salud de una mujer, la funcionaria, pública o privada pide llenar requisitos o tiene que ver su agenda antes de responder.
Se perdió la pasión y la entrega que muchas conocimos en los años 70, cuando el movimiento feminista, se dice, de la tercera ola, había surgido en todo el mundo y nos tomábamos las calles para reclamar.
Ahora no. Hay una línea de mando vertical que con “programa” y supuestos modelos de atención, se han vuelto insensibles. Para figurar u obtener el financiamiento de proyectos, se construyen programas con acciones que se detienen inopinadamente porque hay que cumplir con la normatividad. El pretexto es increíble, hacerlo con humanidad, sería caos. La idea de orden y ciencia, como la imaginó Max Weber, es la que priva. El científico propuso la organicidad de las agencias de Estado, pensando en que la especialidad y la racionalidad serían mejores que el caos de la informalidad y la emoción humana.
Para las mujeres, las políticas públicas han significado un freno al avance. Se ha reglamentado todo. Hoy quienes dicen que buscan disminuir el horror de la violencia y la desigualdad, pero han llegado al extremo de acotar el feminicidio, de tratar de darle un carácter preciso, de legislar y dar un tipo específico de delito, cuando la violencia de género, es un fenómeno social fundado en el patriarcalismo y el modo de nuestra organización social, donde se privilegian estatus, sexo, poder económico y poder político, muy diversos y con muchas caras, que no caben en un solo formulario.
Lo mismo sucede con el dinero que los partidos políticos deben destinar a la promoción del liderazgo de las mujeres. El Instituto Federal Electoral (IFE) creó una “normatividad”, más compleja que la que pone el Banco Mundial a los gobiernos para darles un financiamiento y mucho peor que cualquier estatuto. Así no se puede.
El Estado moderno vertical, no puede, no tiene elementos sustantivos para mitigar la injusticia, si sobre el orden patriarcal y poderoso sólo se busca acomodar las cosas, sin buscar los caminos efectivos para ir consiguiendo resultados.
Hace unos días lo dijo muy bien Rosario Robles, secretaria de Desarrollo Social, al señalar que la brecha de desigualdad entre hombres y mujeres, la escasa participación real de las mujeres en las tareas de la sociedad es la medida de la calidad de nuestra democracia. Y destacó sorprendida que entre las mujeres marginadas, sobre todo en el campo y en las zonas indígenas, el 62 por ciento todavía piden permiso a sus maridos para trabajar y el 50 por ciento para participar en alguna organización y la quinta parte le pregunta por quién votar.
Dijo que urge medir el impacto de los recursos. Es decir, si lo que se hace tiene resultados sustantivos. No estoy segura, pero es posible que se refiera a mi preocupación, si no hay emoción y compromiso, lo que se hace, donde se haga, desde una perspectiva burocrática, de llenar formatos y sumar firmas, no tendrá resultados sustantivos, solamente responderá a un modo de conducir burocráticamente un mandato, sin saber qué está pasando.
Lo que dijo Rosario Robles, en el Foro Especial de Consulta “Mujeres” para la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo, es que nada se puede si no hay un cambio cultural. Tienen razón, las feministas hemos dicho eso hace 40 años, si no se cambia la ideología, las mujeres seguirán siendo consideradas menos que los hombres, en todos los ámbitos y no hay ley, programa, plan, actividad o recursos que lo revierta.
Una querida amiga me sugirió pelear porque la visión de género, esa cultura de respeto a la que también se refirió Robles, se incluya como asignatura del kínder a la facultad, en todo el sistema educativo nacional. Y al mismo tiempo que la reforma en las comunicaciones, establezca certificaciones para dar los permisos y concesiones de radio y televisión.
Lo que parece hoy ser el tema principal de este gobierno se ha ligado, por obra y gracia de ese discurso de Rosario Robles, en la palanca que justificará al Plan de Gobierno: la educación –la llevada y traída reforma- y las imágenes y los discursos que trasmiten los medios de comunicación, tan poco estudiados e intervenidos desde la perspectiva de género. No descuidar este enfoque, verdadero o falso de la administración de Peña Nieto, será muy trascendente. Está por resolverse la reforma de las telecomunicaciones, que debieran poner el ojo en los contenidos de todos los medios, y habría que empezar por donde puede el gobierno, en sus propios medios.
Todo lo demás tendría que cambiar, ausentar el modo burocrático de aplicar las políticas públicas y si se piensa que además de la transformación cultural urgente -medios, libros, cine, aula, lenguaje, y sentido en los contenidos-, hay que propiciar la participación consciente de las mujeres, entonces hay que derribar la creciente tecnocracia de género que ha hecho insolventes los mecanismos de la mujer, los talleres sucesivos y superficiales, sin sentido y sin profundidad, acabar con los esquemas baratos de capacitación y empezar a construir una cruzada informativa y formativa relevante y continuada.
Sí, esto le toca a la sociedad, inmersa en normatividades absurdas, y para decirlo en palabras de la secretaria Robles, ir más allá de una formalidad normativa para resolver. Yo diría, trabajar más allá del diagnóstico, las estadísticas y las explicaciones meramente teóricas. Ir ahí, donde las están las mujeres y los hombres, para operar cambios sustantivos, con menos indicadores, formatos y supuestos, que durante 12 años impidió poner algunos escaños seguros para avanzar.
Veremos.