En la autoevaluación que el presidente de Guatemala ha hecho en los últimos días sobre el desempeño de su gobierno la ha calificado entre un 5 y un 6; de todos modos es un reprobado, un NA, o insuficiente, sobre todo por las expectativas que creó con tal de ganar las elecciones.
El mandatario tiene muy claro que la falta de transparencia y la corrupción son de los peores problemas con los que el país deberá continuar lidiando, pues su gobierno fue incapaz de dar las respuestas esperadas. No importan las razones, lo cierto es que, tanto la percepción ciudadana como los hechos concretos, muestran que, una vez más, el Estado es visto como un gran botín, como ese barril sin fondo del que todos quieren sacar provecho.
Las numerosas denuncias en el transcurso de su mandato generan una sensación de frustración colectiva, de repudio a quienes expolian la cosa pública, pero también a los que no toman acciones firmes para combatirlo. Eso pasó con este gobierno. Dejaron que continuara el saqueo de las arcas y el espacio público para que los corruptos se enriquecieran. Queda en deuda la firmeza que ofreció y que no cumplió.
En el tema de la seguridad, como sus antecesores, se aventuró a ofrecer “el oro y el moro”. Él conocía el Estado, hoy no puede argumentar que no es lo mismo estar fuera que dentro. Viene de una experiencia que inducía a pensar que podía producir cambios sustanciales; sin embargo, a pesar de que efectivamente hay evidencia de que hubo una baja en la tasa de homicidios, 31 por cada cien mil habitantes, pero es insuficiente. Hemos llegado a horribles escenarios de violencia extrema que nos han colocado en primeros lugares en el mundo.
Y nos deja en herencia carencias en hospitales, en insumos para la PNC, falta de firmeza en sus decisiones, debilidad ante los poderosos que impidieron que se impulsaran temas estratégicos como el combate de la pobreza y el desarrollo rural. El peor gobierno todavía no lo tenemos, siempre es el que viene, así lo ha demostrado la historia reciente. La función pública, esa noble profesión que requiere cuadros que la honren, la dignifiquen y que pongan todo su talento y conocimientos al servicio de la sociedad y del Estado, la hemos ido devaluando entre todos.
Todo aquel que se postule o que sea nombrado para un cargo, de inmediato es vilipendiado, acusado de corrupto, de aprovechado o de oportunista. ¿Podremos entonces aspirar a que trabajadores y profesionales que están ejerciendo sus cargos o que aspiran a ellos, con honestidad, capacidad y dedicación se sientan inspirados o valorados para tan importante objetivo?
La vocación de servicio aquí es un mito para la mayoría. Trabajar para el Estado se ha estereotipado, al punto de ser considerado por muchos una vergüenza; tener el privilegio de servir a la comunidad que es la que paga por el servicio, está mal visto. La burocracia responsable, preparada, competente, con valores, resiente el desprecio de quienes, con sus críticas, desincentivan a participar en el manejo de la cosa pública.
El Gobierno no termina aún. Siendo optimistas, tiene unos meses para intentar mejorar la calificación en el desempeño.