Hace varias semanas se estrenaba una nueva serie en Televisión Española que lleva por nombre EL CASO, con guión sacado de aquel “semanario de sucesos” famoso que fuera en los años sesenta y setenta del pasado siglo y en cuyas páginas, semana tras semana, podíamos leer lo sórdido de una sociedad en la que se sucedían todo tipo de crímenes, robos, y por cuyas páginas deambulaban alcahuetas de jergón caliente, chismes de tres al cuarto y vividores de baja estopa de cuyos herederos seguimos teniendo por cierto algunos ejemplares, si bien estos últimos pasados por la pulidora de la modernidad y ternos de Emidio Tucci.
El estreno de dicha serie me ha afectado directamente al retrotraerme a anteriores épocas de mi vida y en facetas diferentes que vienen a ser, a fin de cuentas, las huellas de un pasado que fue el de un tipo que empezando a los 14 años como cajista de imprenta pasó a linotipista, fotocompositor, llegando con el tiempo a periodista habiendo pasado por varios corrales más para acabar, de momento, en el mundo de la farándula, dando vida a personajes de lo más variopinto.
Podríamos decir que el semanario EL CASO, como “crónica de sucesos”, era único en su género, inimitable, y tal vez por eso los que lo intentaron sucumbieron a las primeras de cambio. Hay que decir para meterse en harina que existían en la redacción una especie de reglas de oro, no escritas, pero que había que cumplir a rajatabla si querías formar parte de unos reporteros que se pateaban la calle, hacían amigos en la policía porque a ambas partes convenía -hoy por ti, mañana por mí-, o tiraban de la lengua, previo pago de algunos güisquis, a la meretriz de turno.
No llegué a trabajar directamente en este semanario, pero quiero recordar que llegó a imprimirse en la imprenta Hauser y Menet de Madrid, en la que yo trabajaba primero como linotipista y luego como fotocompositor, en un tiempo en que no existían los ordenadores, por lo que los periodistas entregaban los folios correspondientes y el resto lo hacíamos en la imprenta: componerlo en la linotipia, corregir los textos, montarlos conforme a maqueta con los titulares correspondiente, etcétera, hasta poner la publicación en el quiosco. Es decir, que los linotipistas podían saber, llegado el caso, tantas cosas de la profesión u oficio como muchos periodistas.
Entre esas llamadas reglas de oro podría contarse, por ejemplo, el hecho de que el posible criminal, violador, o ladrón de bajos fondos siempre debía ser un tipo malo, muy malo, de bajos sentimientos, carente de piedad, lo peor que había sobre la faz de la tierra. Por el contrario la víctima, pobrecilla ella, debía haber sido en vida una bellísima persona, noble de sentimientos, cumplidora de sus deberes, posiblemente muy religiosa como mandaban los cánones del tiempo, y fuera de toda sospecha. Además de esas reglas había otras que serían largas de explicar. Ténganse en cuenta que este “semanario de sucesos” se leía en todas partes, desde las ciudades más grandes a los pueblos más pequeños, en un tiempo en que no existía la televisión, o tenerla era un lujo, a lo que hay que añadir el hecho de que el morbo ha formado parte de esta piel de toro sobre la que consumimos viandas
Una anécdota que le pasó a un buen amigo mío, excelente periodista y hoy profesor asociado en la Universidad Carlos III de Madrid, pondrá al lector al corriente de por dónde iban los tiros en un tiempo en que los periodistas íbamos por libre (ahora se dice “freelance”) a vender nuestros trabajos con los folios bajo el brazo con los reportajes que habíamos logrado hacer: llegó a la editorial de marras, donde además de EL CASO se editaban otros semanarios como Velocidad, Sábado Gráfico, Cine en 7 Días y creo recordar que también una revista satírica llamada El Cocodrilo Leopoldo. Se metió en el primer despacho que vio y le entregó al redactor-jefe el producto en cuestión, pues el amigo era y sigue siendo un erudito en temas del séptimo arte.
Después de leer detenidamente el reportaje, el redactor-jefe le dijo: “Esto está muy bien, sí señor, pero le faltan unas gotitas de sangre”. Ante la cara de extrañeza de mi amigo, el sujeto le preguntó: “¿Pero usted sabe dónde está?”. “En Cine en 7 Días”, contestó el colega. “No señor, esto es El Caso”. Por eso, para estar a la altura del producto, al artículo, aunque muy bien escrito, le faltaban “unas gotitas de sangre”. Era la marca, el sello de la casa.
Lo cierto es que ahora, al cabo de tantos años, y sin yo buscarlo, me ha sucedido recientemente algo impensable: resulta que después de más de 30 años de haber dejado la imprenta, y compaginando actualmente la profesión de periodista con la de actor, hete aquí que me he vuelto a encontrar con EL CASO, pero en esta ocasión como actor, trabajando en un capítulo de la serie del mismo nombre en el que interpreto a un cura, a un capellán en la cárcel de Segovia que en un momento determinado casa a un preso condenado a garrote vil, un tipo de ajusticiamiento espantoso, para poco después, al pie del patíbulo, implorar al Altísimo junto a la maldita máquina de matar por la salvación del alma del condenado.
Y al verme vestido de cura, de sacerdote en su sentido correcto, no he podido evitar que mi memoria se haya retrotraído a los años de la infancia, la juventud del orfanato, pensando que en realidad yo podía haber sido un sacerdote de verdad, si las mujeres, según me explicó mi padre confesor, no me hubieran apartado del “recto camino”. El hecho es que después de la semana de ejercicios espirituales que hacíamos anualmente en el internado, una semana en silencio para expiar nuestros pecados, venían una especie de caza vocaciones para llevarnos al seminario, y cuando creían que lo habían conseguido en mi persona yo puse la pega de que me gustaban mucho las mujeres, a lo que me contestaron que mujeres y sacerdocio eran incompatibles. Afortunadamente para mí, claro.
Tengo que decir que en esta mi penúltima profesión, la de actor, he interpretado como tal tres veces papeles de cura, y en todas ellas han venido a mi memoria aquellos años en que pudo ser, pero no fue: una vez hice de obispo mejicano en la serie de televisión «Los hombres de Paco», otra interpretando a Lope de Vega como sacerdote en teatro sobre un texto de Antonio Gala y ahora en la serie EL CASO, haciendo de capellán en la cárcel.
Algunos colegas y técnicos, al verme de esta guisa, dicen que parezco un cura de verdad. ¿Serán reminiscencias del pasado, o que uno se mete de lleno en la piel del personaje? Creo que debo visitar al psicoanalista. A ser posible, argentino.
Estás muy convincente Conrado, no me perderé el capítulo en el que sales tu, porque trataré de verlos todos. Con retraso, pero los voy viendo. Me alegro de lo bien que te va. Besos. Menchu
Buenas líneas que nos ilustran sobre los tiempos de aquel franquismo sombrío, entre la sátira valle-inclanesca y la necesidad permanente de «unas gotitas de sangre». Risas sonoras entre el espíritu de Buñuel y el garrote vil. Ha sido mi texto del día para desayunar -divertido- gracias a nuestro colega linotipista reconvertido en cura falso antes de una ejecución.