Roberto Cataldi[1]
En las sociedades antiguas, la religión era garante de la ley y el orden establecido, al punto que objetar la autoridad del faraón o del emperador era un delito grave, porque significaba cuestionar a los dioses, de allí la estrecha alianza entre el poder político y el sacerdotal.
A lo largo de la historia esta relación ha sido compleja, pues no faltaron los encuentros y los malentendidos, el sometimiento y la complicidad. En fin, en todo período histórico hubo escritores, filósofos, pensadores, que de una u otra manera captaron la conciencia de época y dieron testimonio de su tiempo.
Como ser, durante la primera mitad del siglo pasado, Eric Voegelin y Carl Schmitt fueron representantes de la «teología política», aunque ideológicamente estuvieron en las antípodas. Los dos eran alemanes, el primero escapó a los Estados Unidos por sus críticas al sistema nazi, y el segundo fue miembro del nacionalsocialismo y partidario de la dictadura.
Ya entonces había un fuerte debate sobre las «religiones políticas».
Hoy las ideologías del siglo pasado retornan peligrosamente de la mano de nuevos ilusionistas y fanáticos: nacionalismo geopolítico, antiprogresismo reaccionario, liberalismo económico, conservadurismo tradicional, moralismo de regla, liturgias o ceremonias de culto religiosas.
Una prestidigitación destinada a las masas que por cierto no tiene nada de novedoso. En efecto, líderes políticos que se mueven como si fuesen sumo sacerdotes en el altar de la política, y ministros religiosos de distintas confesiones que, apartándose de su verdadera misión espiritual, dan a su feligresía temerarios mensajes político-partidistas.
Alguien dirá que se trata de un fenómeno kafkiano y, quizá tenga razón, ya que Kafka incorporó magistralmente en su literatura el sinsentido y el absurdo.
La intolerancia es una de las notas fuertes del mundo actual. En el plano religioso impera la ortodoxia, los profetas, la creencia de ser el pueblo elegido y de actuar en nombre de Dios. Recuerdo que José Ingenieros decía que cuando la religión es oficial se vuelve intolerante. En realidad, la religión tiene su sentido de ser en la vida de las personas, pero es algo muy personal, y no constituye un componente de la política.
Estimo que la separación de la religión del Estado es saludable, evidencia mutuo respeto y también consideración. Reparemos en el extremismo de los estados teocráticos con sus imposiciones tiránicas y la penosa opresión que sufren sus pueblos, al igual que las sanguinarias guerras religiosas que se viven en diferentes regiones y nadie impide que continúen.
Para Albert Einstein lo que une a la sociedad son las ideas de justicia social y la tolerancia. Él decía que no era ciudadano alemán y estaba orgulloso de pertenecer a la comunidad judía, pero no creía en absoluto que fuesen los elegidos de Dios. En 1952 le ofrecieron la presidencia del Estado de Israel y la rechazó. En verdad, Einstein no se consideraba religioso y estaba de acuerdo con la existencia de los dos Estados, en donde hubiese cooperación entre judíos y árabes.
Loris Zanatta piensa que las ideologías son degeneraciones de las religiones, y sostiene: «Si la política se eleva a mística y el político a profeta, las liturgias políticas escenifican el culto. Por eso, todos los profetas políticos se han servido de escenógrafos y arquitectos, propagandistas y cantores».
Y añade que la democracia de devotos es lo opuesto a la democracia de ciudadanos, pues impera el dogma partidario sobre la opinión. No hay duda que en este entretejido ideológico la trampa está presente al asumir el líder una representatividad que no tiene (Dios, la patria, el pueblo).
Frente a la batalla «cultural» que se libra por el control de las mentes, desde el relato del poder, las redes sociales, ciertos medios u otras esferas de influencia, se necesita con urgencia dar cabida al pensamiento crítico, la creatividad, y también la adaptabilidad.
El sentido común está por encima de cualquier ideología y por consiguiente debe privilegiarse. Cuando el ciudadano de a pie se acostumbra a reflexionar, a pensar por sí mismo, se convierte automáticamente en un elemento del contrapoder.
En política valen los hechos no las promesas, en ética la inteligencia adherida a la conducta, y en moral el registro de las costumbres. Es importante la capacidad de discernimiento de los ciudadanos, para así evitar confundir los problemas intelectuales o políticos con los morales, o los problemas morales con los éticos.
Bertrand Russel se definía como un «liberal de izquierdas» y Peter Sloterdijt como un «conservador de izquierda», sin duda dos pensadores clarividentes.
Es notoria la necesidad imperiosa de ciertos personajes por etiquetar a los intelectuales (no solo a ellos, sino a todo el mundo) y, cuando éstos cuestionan al poder, deslizan algún comentario indigerible o resultan inclasificables, se despierta la ira de estos comisarios de la libre opinión y la higiene del pensamiento, quienes ponen en marcha una implacable persecución cuyo destino resulta ineluctable.
Parafraseando a Voltaire, la religión y la política, si son mal entendidas, resultan como la fiebre que termina en delirio. Y a decir verdad, creo que en uno y otro ámbito hoy por hoy encontramos demasiados delirantes.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)
La religión no debería formar parte de la vida de una comunidad, la religión debería ser íntima y personal, sin que influyera en la convivencia diaria, conocemos estados teocráticos y no creo que sean el ejemplo a seguir en una democracia.
El creyente ya vota de acuerdo a su fe, no creo que el Estado deba además usar sus medios para favorecer sus creencias.
El Estado debe ser laico, y del mismo modo que debe garantizar la libertad religiosa, debería ser ajeno al desarrollo y promoción de cualquiera de las religiones.