Con el fin de evitar apriorismos y descalificaciones espontáneas, comienzo haciendo una profesión de fe política: me considero demócrata sin fisuras y hago mía la frase atribuida a Winston Churchill: “La democracia es el menos malo de los sistemas políticos”. Ahora bien, dicho lo que antecede, puedo añadir: ¡cuidado con la democracia!
Las democracias modernas han conquistado el principio universal de “un hombre, un voto”, incluidas también las mujeres, después de conseguir una victoria pírrica sobre los varones, que por tanto tiempo las tuvieron sometidas y excluidas. Un avance social de la democracia participativa del que nos beneficiamos algunos de los estados modernos actuales y que con tanto empeño tratan algunos de exportar a otras áreas geográficas (a veces de forma inadecuada y antidemocrática) en cuyos países prevalecen sistemas de gobierno con idearios políticos que niegan los principios básicos de igualdad y dignidad personal, valores que, en principio, defienden las democracias.
Para marcar el territorio, vamos a hacer cinco formulaciones que nos parecen fundamentales:
- Democracia y capitalismo se han instalado en el mundo occidental prácticamente de la mano, aunque ni el capitalismo sea consustancial con la democracia ni la democracia tenga que someterse necesariamente a un sistema capitalista. Son, sin embargo, los indicadores principales que configuran los estados modernos.
- A través del voto se legitima el sistema de gobierno en cuyas manos se confía el poder, dotándole de medios legislativos que marquen y controlen el ejercicio de ese poder; medios coercitivos, como son la policía y el ejército, para garantizar las decisiones legítimas que se adopten; medios judiciales, para controlar y castigar a los infractores; y medios económicos, para financiar los proyectos de diferente índole que hagan viable la vida en común.
- Con el fin de garantizar el equilibrio necesario entre los diferentes poderes, neutralizando de esta forma la tentación de caer en sistemas dictatoriales, bien sean unipersonales u oligárquicos, se afianza el principio de Montesquieu de la división de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. No obstante, el poder propiamente dicho, que dimana del pueblo, está confiado al Estado en su conjunto, a quien ha sido cedido por su legítimo depositario, que es el pueblo.
- El poder judicial se supone que es, o debería ser, autónomo e independiente. Los otros dos poderes tienen su matriz en una entelequia denominada “partidos políticos” que son los que determinan, en cenáculos cerrados, quienes van a detentar el poder.
- Informalmente existe un “cuarto poder” representado por los medios de comunicación, que se supone independiente de los poderes formales, cuya legitimidad y capacidad de acción se garantiza por medio del principio de “libertad de expresión”.
A partir de las formulaciones que anteceden, que no dejan de ser genéricas y globales, surgen algunas cuestiones:
- ¿Quién ejerce realmente el poder? ¿Bajo qué impulsos se legisla? ¿Es verdaderamente independiente el poder judicial?
- Al haber optado por un modelo de estado descentralizado, tipo federación, ¿están suficientemente delimitados los términos de cada autonomía con respecto al Estado central para evitar conflictos de competencia y colisiones innecesarias?
- ¿Son independientes los medios de comunicación? Y si no es así, ¿quién los controla? Si aceptamos el refrán de que quien tiene la información tiene el poder, ¿quién o quiénes detentan el poder a través de los medios de comunicación? ¿En manos de quién está este poder que no ha sido votado ni delegado por nadie?
- ¿Es aceptable que el poder político permanezca sometido al poder de los mercados? ¿Existe alguna forma de evitarlo? ¿Cabe la posibilidad de crear un nuevo modelo de Estado en el que el poder económico esté domeñado por el poder político?
- ¿Es legítimo que los partidos políticos, en cuyo seno difícilmente se práctica una democracia participativa (recordemos aquella sentencia de uno de los más destacados líderes de la transición: “quien se mueve no sale en la foto”) sean los que impongan las personas en cuyas manos, con frecuencia inexpertas, nos vemos obligados a confiar nuestros intereses con el riesgo de llevarnos a la ruina, al enfrentamiento fraternal, al suicidio colectivo? ¿Está justificado que una vez que esos políticos se han empoderado de los órganos del Estado, rompan su programa, no rindan cuentas a los ciudadanos y adopten acuerdos o proyectos radicalmente diferentes de los que nos ofrecieron en sus campañas?
Hace cerca de 40 años que el dictador que arrebató al pueblo español los tres poderes del Estado y los ejerció de forma unipersonal, dejó el camino expedito para que el pueblo volviera a recuperar su legítimo derecho a ejercerlos, pero después de la experiencia vivida en estos años, una vez instaurada la democracia, nos encontramos con una realidad y con un peligro ciertos.
La realidad hasta ahora insoslayable es que, sometidos por los partidos políticos y por el poder ilegítimo del dinero con su capacidad de seducir a quienes se le aproximan, las instituciones del Estado se han corrompido hasta tal punto, aparentemente sin excepciones honrosas, de que incluso los seguidores incondicionales de otro tiempo optan por el desengaño y la frustración y, ante la posibilidad de ser convocados a nuevos comicios, amenazan con renunciar y quedarse en sus casas, dejando en manos de espontáneos más o menos voluntaristas, la dirección del Estado.
El peligro cierto que se cierne sobre nosotros, algo que se hace perceptible con insistencia en los últimos tiempos, es la posibilidad de que los valores de la democracia sean devaluados y maleados de tal forma que terminen siendo irreconocibles; que la vacuna que después de la nefasta Segunda Guerra Mundial parecía haber curado a los estados europeos contra las dictaduras (salvo la española, en la que el antídoto tardó treinta años en surtir efectos), deje de ser eficaz y volvamos por donde solíamos, es decir, el recurso a los “salvapatrias”, rememorando tiempos pasados, en los que las tiranías, monarquías absolutas, dictaduras y otro tipo de gobiernos despóticos se arrogaron el derechos a imponer su voluntad. Y hacerlo, incluso, por medios tan sutiles y seductores como son las urnas. Mussolini, Hitler, Hugo Chávez y algunos otros con carné de salvadores de la patria, reunieron dos características comunes: una, todos ellos ascendieron al poder por medios democráticos, aupados y legitimados por el voto de pueblos humillados y desesperados debido a los abusos del poder constituido; y dos, la plataforma democrática fue o ha sido en todos los casos utilizada como excusa para imponer un régimen totalitario en el que en unos casos condujo a la mayor conflagración mundial sufrida nunca antes y, en otros, ha instaurado un régimen de control y exclusión de los desafectos al régimen, que ni Montesquieu ni las instituciones democráticas de nuestro tiempo pueden asumir como modelo de estado democrático, por mucho que podamos argüir que lo que había antes era peor.
Cuando se consiente en traspasar ciertos límites ilegítimos de forma que los conflictos ya no se pueden o no se quieren resolver con palabras y se pone en evidencia la incapacidad de los dirigentes legítimamente constituidos, surgen los fascismos; cuando los problemas sobrepasan los conflictos económicos o laborales, de tal forma que ni las huelgas, ni las manifestaciones de los ciudadanos, ni los debates sobre diferentes modelos económicos son capaces de darles solución y se recurre a nacionalismos o a concepciones visionarias e ilusorias de arcadias bucólicas o paraísos ficticios, se avecina una debacle de efectos incalculables. Cuando el poder constituido no responde con fórmulas capaces de resolver los problemas y, en su lugar, surgen quienes pretende anestesiar las legítimas aspiraciones con eslóganes y flautas mágicas que sedan la consciencia y ejercen una atracción fatal, y que por muy atractivas que resulten son como nubes sin agua, el peligro cierto es caer en la utopía que, por muy alentadora que resulte, puede conducir a la frustración más demoledora.
Al parecer, como ciudadanos, nos vemos abocados de manera ineluctable a un peligroso conflicto de intereses. Quienes nos dirigen, sean de izquierda o de derecha, están malversando el capital político que les confiamos y han perdido nuestra confianza; quienes aspiran al relevo, muy bien pudieran conducirnos, si no ponemos remedio, a la hipoteca irreparable del sistema democrático que nos dimos hace 36 años. Algunos ya piensan que puesto que todos los sistemas tienen su ciclo, el de la democracia tal y como la hemos conocido ya ha cumplido el suyo por putrefacción y pugnan por inocularnos ese veneno. Tal vez sea así, pero la incógnita es saber con qué otro sistema va a ser sustituida, si es que seguimos haciendo bueno el adagio de Churchill. Los filósofos están llamados a reflexionar creativamente en el tema; los sociólogos deben ofrecer un análisis acorde con los tiempos que corren; un análisis que sirva para construir una sociedad nueva. ¿Y los políticos? Antes de convocar a las urnas, para no envilecerlas, deben limpiar sus casas de toda la corrupción que las ha emponzoñado y no caer en la tentación de convertir el sistema en un circo en el que el espectáculo se ciña al más difícil todavía. Por su parte, a los ciudadanos no les queda otra que seguir saliendo al ágora pública, gritar su hartazgo y reflexionar mucho antes de depositar su papeleta en la urna, cuando llegue la ocasión de hacerlo.