Todos los indicios apuntan a que la cumbre del G7 que se celebra estos días 24 y 25 de agosto de 2019 en la localidad francesa de Biarritz es una inutilidad, habida cuenta de que entre los dirigentes de los siete «grandes» de la economía mundial del siglo XX: Francia, Italia, Reino Unido, Canadá, Estados Unidos y Japón; y sus invitados, hay varios con posturas totalmente enfrentadas sobre los grandes desafíos mundiales.
Por ejemplo, y para que se entienda bien, mientras arde la Amazonia Donald Trump mantiene su creencia de que el cambio climático no existe y se sale de los acuerdos de París.
Tan inútil que, ya de entrada, el anfitrión Emmanuel Macron ha anunciado que ni siquiera habrá comunicado final: el mediocre multilateralismo que practican, la emergencia de nuevas potencias, en especial China, y el galopante nacionalismo que invade Europa, pero no solo Europa, afecta a los protagonistas de un evento social que es poco más que un agradable fin de semana como broche vacacional, incluyendo una visita de las «primeras damas» (¿habrá algo más anacrónico?) a los mercadillos tradicionales.
Y, como el tema oficial de esta cumbre es la «lucha contra las desigualdades» -aunque, ya que están discutirán también otros asuntos- han invitado a dirigentes de «potencias emergentes de buena voluntad» como son India, Australia, Sudáfrica y Chile. Recordemos que Putin no está porque Rusia se quedó fuera del club de los siete a raíz de la anexión de Crimea en 2014, aunque ya suenan trompetas que anuncian su «reintegración».
Y, a pesar de que una vez más será una reunión baldía, hacer la foto de familia que hoy será portada de periódicos y apertura de informativos ha supuesto de entrada un desembolso de 24 millones de euros, para recibir a los jefes de estado y de gobierno de los siete países miembros del «club» junto a sus escoltas, y los 5000 delegados y periodistas que han acudido a una ciudad que en invierno tiene 24 457 habitantes.
Esto del G7, que empezó siendo G6 (Canadá se incorporó al año siguiente) fue un invento del presidente francés Valéry Giscard d’Estaing en 1975, quien quiso «crear un contacto directo entre gobernantes» en un marco acogedor, en aquel momento con el objetivo de armonizar las políticas económicas, sacudidas desde 1973 por el brutal aumento del precio del petróleo.
En plena guerra del Kipur – que enfrentaba a Egipto y Siria- los países árabes productores de petróleo hicieron del oro negro un arma y para romper el apoyo de Estados Unidos a las fuerzas armadas israelíes anunciaron un racionamiento de su producción, una desmesurada alza de los precios y, finalmente, un embargo parcial. La crisis política se transformó en crisis económica. La factura energética de los países occidentales, totalmente dependiente del petróleo, se multiplicó por cuatro, el coste de la vida se disparó, los estados se endeudaron y, lo peor, se pulverizó el modelo económico de los años de posguerra.
La idea de los G7 no era tomar decisiones concretas sino ponerse de acuerdo en las grandes líneas de orientación. De hecho, en la página del ministerio de Exteriores francés (ahora «de Europa y Asuntos Exteriores») se explica claramente que «el G7 no es una institución internacional (…) sino un grupo informal que juega un papel de orientación e impulso político», para empezar en materias de seguridad, mundialización y gestión de bienes públicos.
En la cumbre celebrada en Toronto, Canadá, en 1988, se acordó el «borrado parcial de la deuda» de los países en desarrollo, y desde la de 1996, celebrada en Lyon, se habla también de la lucha contra el terrorismo. La cumbre de Deauville, en 2011, acordó «ayudar a los países árabes en transición democrática» (entre ellos Libia, que hoy sigue inmersa en una guerra civil). En 2017, en Taormina (Sicilia) se adoptó el compromiso de «garantizar la seguridad alimentaria» (aunque desde entonces ha aumentado el hambre en el mundo).
Nunca fueron gran cosa pero con los años han ido perdiendo eficacia los acuerdos que se adoptan en el G7. «El margen de maniobra ha desaparecido con el crecimiento de las delegaciones y los cientos de periodistas que participan en esta carpa mediática –según el politólogo francés Pascal Boniface, un asiduo en las tertulias de la televisión pública- Antes, el G7 tenía un carácter discreto, informal, que permitía avanzar en la sombra para ser eficaz, y eso ya no existe».
Desde 2001, cuando un carabinero mató de un disparo al joven contestatario italiano Carlo Giuliani en Génova, las cumbres del G7 se celebran en ciudades convertidas en fortalezas inexpugnables y se animan con los enfrentamientos entre altermundialistas y fuerzas del orden. De momento, los enfrentamientos en Urrugne, al lado de Biarritz, de este 23 de agosto, dejan un balance de diecisiete detenidos y cuatro policías ligeramente heridos.
En declaraciones a FranceInfo, Aurélie Trouvé, ingeniero agrónomo y miembro de Alternatives G7 (un colectivo de 50 organizaciones que junto a Attac France protagoniza la oposición a estas citas anuales) opina que las cumbres «son ante todo el escaparate de una política que tiene efectos devastadores y agrava la crisis ecológica».
En un artículo publicado en el digital Bastamag, Alternatives G7 afirma que «con su anticuado encanto, el G7 es un arma de seducción masiva para imponer ideológicamente un capitalismo cada vez más brutal».