El título es tan impreciso como sugerente: De noche justo antes de los bosques, nada menos, y remite a muchos otros que ha consagrado la literatura.
Ahí tenemos, sin ir más lejos, Al otro lado del río entre los árboles, de Hemingway, solitario siempre entre multitudes; o Viaje al fin de la noche, de Ferdinand Céline, que desciende a las raíces mismas del mal sin importarle el escándalo; o más entre nosotros, recordemos que Celestina tenía una casa «allá por las tenerías sobre la cuesta del río», sin precisar ciudad. Tal es el atractivo de esos lugares sin nombre ni concreción en que se mueve el misterio de lo íntimo ligado al recuerdo o al sueño.
Estos lugares son queridos en toda la historia por lo que tienen de común a tantos otros, quién no conoce sitios así, y al mismo tiempo, son difíciles de encontrar para quien no los conozca. Por un lado, está la vaguedad de no saber qué bosques; por otro, ese afán de precisión «justo entre los árboles», como si dijeran «en cuanto lo veas, lo sabrás». Ciudad o campo misterioso, ¿se trata de buscar un refugio ante la marginación de los semejantes? ¿Un escondite entre las fieras esperando que las alimañas sean más humanas que los hombres y nos protejan de ellos? Tal vez sea así, y sería la historia de Segismundo, que todas esas referencias debieron pesar en el joven Bernard-Maria Koltés cuando escribió este texto.
El hombre aparece maltratado y ensangrentado, es un extranjero, queda claro, pero un extranjero que tal vez ha llegado a esta tierra expulsado de la suya por sus semejantes, y necesita cuanto antes escondite para sobrevivir. Apela a cualquiera con cualquier pretexto, pide fuego cuando el hecho es que no tiene tabaco, el caso es hablar con alguien y que le vean hablando con alguien. Sólo así podrá mantener a sus perseguidores a raya. Eso es lo urgente. Más adelante podrá encarar la miseria de su estado y refrescarse la memoria con las historias que han jalonado su vida errante, pero sobre todo tiene claro un propósito por encima de todo: nada de empalmarse ante una chica guapa y comestible, eso es para los otros, no para los del sindicato mundial al que él representa. ¡Qué horror ir a un hotel solo y cansado y que te pidan el DNI! La emigración global como sistema de redireccionar a las gentes de un lado para otro, lo que se llama meter a unos para echar a otros: de un país, de un puesto de trabajo.
Enigmática y cotidiana a la vez, la obra es un compendio de historias de soledad, nadie más observador que un solitario. Son las mil caras de la soledad y el despojamiento humano que una noche, entre el barullo de la gran ciudad o el murmullo del silencio campesino, nos reconocen como propias.
Por eso en este monólogo complejo, de voces fragmentadas y diversas que interpreta un solo actor, se entreveran, superponiéndose, temas de racismo, extranjería, xenofobia, miedo al pobre que nos puede robar, pero no sólo eso. Las diversas voces que tiene que adoptar el actor hablan de cómo situaciones que creíamos exclusivas de grupos marginados se han ido generalizando. El mal del que hablamos es mucho más amplio y por eso no lo puede describir una sola voz, hacen falta registros variados que lo caractericen y acojan ya que no se limita como creíamos muy tranquilamente a los emigrantes o a los extranjeros pobres, sino que se extiende al puesto de trabajo, a la escuela, al recreo y al baile, y hasta a la catequesis. Nadie está a salvo porque la enfermedad no hace más que crecer.
- Actor: Juan Ceacero.
- Director: Óscar Miranda
- Versión: J. M. Marco.
- Teatro Del Arte (C/ Cosme y Damián 3);
- Fecha 17 de septiembre de 2013