La vida, como la muerte, nos rodea como las gotas del océano a los peces. Son presencia y razón de ser dentro de lo inexplicable de la una y la otra en numerosos trances de nuestro devenir. A pesar de las distancias y equívocos, justifican todo, y, a veces, incluso logramos explicar lo que permanece en puntos colmados de incertidumbres y de ciertos vacíos.
Porque es el pan de cada día, porque es el inefable supremo, la vida, como la muerte, la parca como la historia existencial, sus desarrollos, precisan respetos y entendimientos basados en la universalidad de los sentimientos que todos convenimos como válidos, desde el amor hasta la solidaridad, pasando por la justicia, y la igualdad, sin olvidar jamás la conveniente fraternidad de personas y pueblos.
Señalamos estas reflexiones en momentos en los que vemos que pueblos enteros migran y miles de personas perecen, y ello en un sistema de desequilibrios que nos rondan desde los aspectos más internos, nublándonos y dejándonos un tanto a la intemperie.
La saturación del dolor, como cuando se da un exceso de alegría, nos distancia de lo nuclear. Recordemos que estamos convidados a la felicidad desde la unión de intereses y anhelos, que hemos de compartir con programaciones y desde la espontaneidad.
Tenemos mucho tiempo, pero éste posee, por desgracia, la virtud de que no admite retornos. No bebemos del mismo agua dos veces. “Todo fluye”, como decía Heráclito. No es cuestión de zozobrarse, pero sí de ponderar lo que tenemos cerca y de encumbrarlo a los criterios de los que aman por encima de todo, que son dignos de cielos y tierras, según rezan (nunca mejor indicado) ciertas religiones.
Es reseñable y entendible que los análisis no son, ni deben ser, unívocos. Cada cual tiene su perspectiva, pero sí hay unos cánones éticos y estéticos en los que debemos concordar cuando meditamos acerca de buena parte del imaginario y de la realidad de aquello que tiene que ver con lo humano. Las insistencias desbordantes producen desinformaciones. Por ello cuando nos embarcamos en puras miserias y tragedias corremos el peligro de pagar el peaje de las oscuridades de los posibles destinatarios, que ven los perennes acontecimientos como perfiles de historia, y, lo que es peor, como algo inevitable.
Afán de superación
Todo lo pésimo debería ser superado. No es de recibo que se repitan aquellas cuchilladas que nos pega el “fatum” en nombre de unos cuentos cíclicos por las contradicciones del género humano. Las desigualdades no son unas sanciones que hemos de abonar en forma de dosis o de porcentajes numéricos. No es cuestión de matemáticas, sino de actuar con escrúpulos. Detrás de tanta pena hay personas como nosotros, con las que tenemos que “empatizar” para, en ese recorrido, impedir que sus muertes o pesares nos fragmenten o ahoguen indefectiblemente con las coyunturas que ellos viven y que, entre todos, consentimos constantemente.
Cuidemos, por ende, las vidas humanas como lo que más estimamos. Si no lo demostramos fehacientemente, nos perderemos en un laberinto que antes o después nos devorará a través de ese Saturno que hemos creado en forma de economía global con tropelías y tronos que deberían darnos vergüenza si intentáramos saber un poco qué y quiénes provocan este estado caótico que fecunda medios de comunicación y programaciones como si fuera un mecanismo imparable.
Disfrutar de la vida no es únicamente llegar a final de mes de la mejor manera posible. Debe ser brindar importancia a que los demás también puedan realizarlo. No es cuestión de hallar culpables o responsables, que también, sino de poner remedio. Si oteamos el pasado, incluso tan sólo el reciente, veremos que hemos tolerado demasiadas infamias.