El director y guionista de esta obra es el español Fernando León de Aranoa (Los lunes al sol, Princesas). Él es el responsable de este drama bélico presentado en Cannes 2015, protagonizado por Benicio del Toro, Tim Robbins y Olga Kurylenko, entre otros, y uno queda sobrecogido por semejante zarpazo, así, tan certero e imprevisible, en la boca del estómago, y yo diría que incluso por la originalidad del tema -y mira que es difícil, hablando de la guerra de Los Balcanes (algo ya muy visto en los documentales y en el cine que, además, los telediarios nos han surtido a sabor haciendo que nos resbale)-. Pues bien, nunca me han conmovido Tim Robbins ni Benicio del Toro como ahora.
Estamos ante una obra que, sin esconder ninguno de los horrores de una guerra irracional, fratricida y absurda, te hace reír. No queda más remedio si quieres sobrevivir a esas visiones que la risa, único antídoto para que tu integridad moral -y física- no sucumba.
Porque los horrores no se escaquean en absoluto, y ello hace que haya imágenes que pervivan en tu memoria a lo largo de los días y de las noches (el esplendor de las casas ahora destruidas, lo bien que vivía esa gente), pero la concatenación entre ellos se da de una manera tan absurda y a la vez inevitable, que nadie puede ayudar a nada y ésa es la principal conclusión.
Tal vez eso que siempre nos ha hecho tanta gracia cuando nos lo cuentan, eso de los soldados repartiendo caramelos a los niños, no sea ninguna broma ni ningún chiste, al contrario, porque es lo único que se puede hacer. Paliar el llanto de un niño huérfano con un caramelo, engañarle haciéndole creer que aún puede encontrarse con sus padres muertos y volver con ellos a su casa, es digno de un caballero.
Allí llegan los de la ONU con sus todoterreno y sus GPS, los profesionales de emergencias mejor preparados del mundo entero, y hasta Modelos Sin Fronteras por animar el cotarro, y no pueden hacer nada para paliar el horror fratricida.
Sin embargo, cuando llegan a una aldea cualquiera perdida en Los Balcanes, ven que los lugareños no hacen más que reír. El guía nativo que llevan les aclara que en esa aldea son muy chistosos, que por algo inventaron el yogur y son tan longevos, porque no hacen más que reír por todo. Les han envenenado su único pozo echando un muerto dentro, ríen; tienen que comprar el agua a una mafia local a precios desorbitados en dólares, ríen; les están matando las vacas para sembrarlas de minas, ríen. ¿Es esto una parábola bíblica? No. O sí. Saben quiénes son los autores de todo y ríen porque su supervivencia está en esa risa. Y el que no ría…
Queda algo intacto para cuando por fin llegue la paz: la inocencia en la cara de ese niño huérfano y el rastro de las vacas lecheras, un rastro -los lugareños lo saben- que hay que seguir para ir sobre seguro, ellas huelen las bombas.
Los protagonistas de este film sobrecogedor y hermoso, que habla de lo peor y de lo mejor del ser humano, han aprendido sobre la marcha las tretas de los lugareños y las aplican para seguir adelante: hay que reír y hacerle así una higa a la de la guadaña. Al fin y al cabo, todo se arreglará cuando quiera arreglarse.