En 2010, el escritor Gregorio Casamayor (Cañadajuncosa, Cuenca, 1955), consiguió el premio Memorial Silverio Cañada a la mejor primera novela de la Semana Negra de Gijón. El libro se titulaba La sopa de Dios y había sido publicado por Acantilado un año antes. También esta misma editorial publicó La vida y las muertes de Ethel Jurado (2011). Es, por lo tanto, Los días rotos la tercera novela de este autor, sobre cuya obra hasta ahora no había leído nada, ni siquiera un primer libro de relatos (Borrón y cuenta nueva) con el que se dio a conocer antes de ser premiado en Gijón.
Los días rotos tiene formato de diario, escrito por Tomás Sepúlveda, un ciudadano prejubilado, de cincuenta y cinco años, residente en Barcelona, casado y distanciado por circunstancias personales tanto de su esposa como de sus dos hijos, y que entre sus actividades más habituales tiene la de visitar a su padre, alojado en una residencia, cuya vida se va consumiendo.
Si el relato contacta con el lector, desde las primeras páginas, es porque las anotaciones y comunicaciones que el protagonista nos va participando con un lenguaje muy directo encajan con los interiores de la vida cotidiana de cualquier hombre de esas características. Es, en este sentido, casi un estereotipo, como Casamayor advierte en la breve introducción, pero que con el desarrollo del relato se nos va haciendo cada vez más próxima.
Para que se logre cercanía, sin contarnos nada extraordinario, se requieren las facultades que al autor ha empleado para hacer del diario personal de Tomás Sepúlveda algo sustantivamente interesante en su propia cotidianidad. De ese modo vamos descubriendo paulatina y sucesivamente, a medida que transcurren los ocho meses de escritura entre febrero y octubre de 2012, las peculiaridades biográficas del personaje y también las intensidades anímicas y emocionales que singularizan su personalidad por debajo de su discreto, introvertido y un tanto anodino carácter.
La familiaridad con la que vamos leyendo el contenido de sus apuntes al cabo de doscientas páginas, hace que nuestro interés crezca ante la incertidumbre de saber el desenlace que el autor dará a ese diario. No será, por fortuna, el que parece previsible y oscuro porque la última nota de finales de octubre deja asomar un punto de luz. Se agradece que, después de haber compartido las cavilaciones y traumas de Sepúlveda, una estrella le alumbre la perspectiva al cabo de sus días rotos.