María sabía que había llegado su hora. Lo notaba en su cuerpo cansado, en su mente libre, en su clarividencia respecto de lo que sucedía. El corazón ya mostraba indicios de que no podía seguir. Había sobrepasado los trámites existenciales. Percibía que se había acercado el momento de cruzar las montañas de un más allá para ir hacia ese mundo de sueños que siempre le acompañó.
Los ojos se mostraban tan lindos y cariñosos como cansados. Habían rodado mucho. El juguete parecía a punto de caer hacia esa dimensión a la que van las almas en busca de paz tras el periplo terrenal. Se iniciaba una era que tenía el aroma del hogar.
Todo eso pensaba, mientras la vida le galopaba en forma de fotogramas silentes, desgarradores, alegres, variopintos, portadora de ganas y opciones que habían ido y venido, dejando huellas de toda índole. La existencia se marchaba, casi huía de lo derrotada que estaba.
Los ojos decían que no podía más, y el cuerpo empezaba a rebelarse ante las ansias de la labor cotidiana, excesivamente reiterada. El quehacer ya no generaba fortaleza como antes. No parecía que las complacencias de antaño fueran a surtir efecto. La fe dejaba de ser señera, tampoco era divisible, y los obstáculos sencillos o complicados del día a día se terciaban infranqueables por los ademanes que captaba y por las batallas que experimentaba, las cuales comenzaba a no querer ganar aún antes de librarlas.
Nunca se había sentido así. Puede que por eso pensara que la hora era ya la fijada en alguna ruta del destino, que cambiaba caprichosamente sus directrices y órdenes y se hacía pesado y grave. Prefería aceptar el estado de esa cuestión, que ya comprendía, a pugnar con unos músculos hastiados de tanta ausencia.
Tiempo atrás todo había guardado un orden, incluso cuando parecía no tenerlo. María había sido una luchadora, y nada le había amilanado, ni siquiera cuando las obligaciones y la fortuna le llevaban por derroteros de severa pérdida y hostilidad. De todo había sacado partido, incluso cuando el beneficio era excesivamente fungible. Su idealismo, a menudo su optimismo, el mirar el vaso medio lleno, le habían acarreado unos resultados que, si hacía balance, no eran malos, ni mucho menos.
El día a día
La edad, la juventud, le había ayudado hasta ahora, pero, como era previsible, su etapa se había agotado, y, con ella, los recursos de siempre, que no eran eternos. Se desplomaba poco a poco, algunos días a marchas forzadas, en una especie de caída en barrena, con precipitaciones que se asemejaban imparables. Su espalda estaba condolida por golpes de toda estirpe, muchos de ellos incomprensibles. Lo cotidiano había sido rompedor.
Estaba en la despedida. Con pena y dolor observó, no obstante, desde su atalaya cómo los niños seguían saltando con la misma alegría y coraje que ella tuvo de pequeña. Sonrío, y se sintió, en la huída, menos cansada. Se fijó un poco más en su campo de juegos y en sus palabras de amistad y de ingenio e ingenuidad, y supo que su percepción fatal lo era más por los tumbos que había dado que por el hecho de no existir un futuro. Vio, sin duda, porvenir, y mucho. Lo oteó en esos infantes maravillosos que le devolvieron al Sol y a sus cielos azules de la niñez, ahora recuperada.
Entendió que había llegado su hora, pero la experimentó contenta. Sabía que, en el fondo, todo en la Naturaleza se renueva, y, en ese ciclo, ella volvería a sonreír. Sin meditarlo (no tenía por qué), nuestra María ha sido, es y será todo un ejemplo, el mayor del año que se nos fue con ella.
Lo siento de igual manera, aunque la parca te avisa o te coge de sorpresa y sólo, cuando llega ese momento, sabes como te afecta. Mientras tanto, «preparate para lo peor, de la mejor manera posible.»
Muy buen artículo, estas Marías están a la vuelta de la esquina de nuestras vidas o enfrente de nuestra casa, amen