A primera vista, se diría una adaptación de El zoo de cristal de Tennessee Williams pero a la española, con los pimientos y los ajos como telón de fondo. Francisco Vidal, sentado en primera fila (fue él quien dirigió esta obra el pasado otoño en el Fernán Gómez) me lo podrá decir.
La imagen terrible y castradora de la madre omnisciente y tiránica, obsesionada por el futuro de sus hijos a los que sistemáticamente asfixia, es el retrato de aquella Amanda, con una actriz (Laura Cepeda) tan extremada en sus intervenciones como la propia Silvia Marsó.
La figura del padre, que salió huyendo de este infierno familiar y que gravita sobre la familia como principal protagonista y causante de sus desgracias (a él le hace responsable la madre de ese estado de cosas, reprochándole al hijo su gran parecido con él) es idéntica en principio a la del padre de El Zoo de cristal.
Sólo que aquí el padre ha huido a Cuenca y se sabe de él, y la hija (ingresada en una institución a la que vuelve como a un refugio cada vez que viene a casa de visita con sus cuadros pintados en las sesiones de terapia que la madre ridiculiza pero vende), figura como la tía Clara, si bien la madre, en su verborrea imparable y jocosa, deja caer que salió del pueblo por las habladurías que le achacaban «aquello».
Un pueblo lleno de pimientos que murmuran, en perpetua reyerta con los ajos del pueblo de al lado. Es decir, un drama americano aclimatado, pero en el que, para decirlo con palabras de Tennessee Williams, «las mujeres sueñan sus fantasías mientras los hombres se atreven a vivirlas» . No se puede pedir más, pero ahora viene lo mejor:
Cuando por fin aparece el padre, comprendes por qué se ha ido. Es un hombre que ama la vida, generoso y abierto, un vividor al que nada va a detener, un emprendedor que ya tiene otra familia pero que está dispuesto a asumir sus responsabilidades, que nunca ha eludido, sólo que nunca lo hubiera hecho en presencia de la madre. ¿Pero por qué ha venido? ¿Por qué ha vuelto precisamente ahora? Ésta es la gran novedad respecto al drama americano.
Ha vuelto porque se le ha despejado el camino y porque la policía lo ha llamado. A lo mejor puede volver la normalidad a esa familia y mirarse todos a la cara sin ocultarse, a lo mejor la madre ha querido hacerles este gran regalo al desaparecer. Pero no es fácil, para ello haría falta que el hasta ahora oprimido hijo y hermano no tienda a su vez a oprimir. Y que el malestar dejara de crecer.
Las cuatro actuaciones me parecieron excelentes, y el padre cuando aparece ilumina la escena. La madre borda su papel, mientras que el hijo y la tía Clara son personalidades atormentadas que aguantan lo suyo, hasta el fondo e inexplicablemente, sin huir cuando pueden hacerlo, como si estuvieran incapacitados para huir y algo les atara a aquel malestar creciente. Todo queda abierto y no están solos, si bien ese final sin resolver decepciona algo, tanto como se agradece el aire fresco que viene de Cuenca.
El humor y la música son básicos en la obra. La música subraya los momentos clave con toda la desazón de sus temas más conocidos y alegres; y el humor está siempre presente como contrapunto de tanto malestar, lo mismo en las frases trágicas de los hijos que en las más superficiales de la madre, quien afirma, por ejemplo, acerca del matrimonio gay: «Pero si en mis tiempos el amor libre era una conquista; pues ahora lo es el matrimonio»; y sobre la inmigración que ha cambiado el paisaje y la fisonomía de los pueblos: «No sé, antes para conocer a una ucraniana, tenías que viajar, y ni siquiera la conocías». Las risas fueron constantes a lo largo de toda la obra.
Dramaturgia y dirección: Eduardo Recabarren
Reparto: Laura Cepeda, Rodrigo Poisón, Camino Texeira y Víctor M. Martínez
Escenografía: Recabarren y Beatriz Moreno
Sonido: Aramburu
Producción: Recabarren y Comunidad de Madrid
Espacio: Teatro Lara (Madrid)
Fecha: 5 de marzo de 2015. Era la última función por ahora