«Que callen para siempre o nos digan ahora cómo se pronuncia la arroba». (Def Con Dos, «Arrob@», 2009)
Así como el pez empieza a pudrirse por la cabeza, el lenguaje comienza a corromperse por su morfosintaxis, depositaria de lo que don Manuel Seco llamaba «el genio de la lengua», mal que les pese a los nominalistas de guardia prioritaria contra la penetración de anglicismos en nuestro léxico, como aquel vigilante del zoológico que dejaba escapar a los elefantes mientras extremaba su celo en regular la circulación de las hormigas.
En esta línea deletérea del consenso verbal está la pretensión por los campeones del llamado #LenguajeInclusivo de sustituir pronombres tan incluyentes como el neutro genérico ‘nosotros’ por significantes sin significado como ‘nosotros y nosotras’, contrarios a los universales principios lingüísticos de economía y optimización, a la teoría de conjuntos, a la lógica proposicional y a la salud mental.
Encima, los extraviados promotores de esta degeneración del género ni siquiera se ponen de acuerdo en fijarnos una logomaquia genérica, oscilando con indecisión más elocuente que ellos entre varias jaculatorias a cuál más extravagante.
A 19 de diciembre de 2020 la búsqueda en Google del segmento «nosotros y nosotras» arroja unas 311.000 coincidencias (en 0,37 segundos), por unas 282.000 para el segmento «nosotras y nosotros», aproximadamente 2.780.000 para la forma ‘nosotr@s’, 1 280.000 para ‘nosotrxs’, 454.000 para ‘nosotres’; y 78 y 47 para los hashtags #nosotrosynosotras y #nosotrasynosotros, respectivamente. Una bagatela, comparada con los trece millones y medio de coincidencias con el segmento «yo y yo».
El análisis morfológico del presunto pronombre en primera persona del plural ‘nosotras y nosotros’ evidencia que su forma singular sólo puede ser, en efecto, ‘yo y yo’, desatino entre el narcisismo y la esquizofrenia que quizá preste algún servicio a la postergada igualdad de número.
La imposibilidad de pertenecer a la vez a dos conjuntos disjuntos debería evidenciársele a cualquiera que, en nombre de la inclusión, insista en disjuntarlos verbalmente con arreglo al criterio de exclusión recíproca que los define matemáticamente: no compartir elemento alguno (x ∈ A ⇒ x ∉ B, y x ∈ B ⇒ x ∉ A). Dicho de otro modo, su intersección es tan nula (A ∩ B = ∅) como nuestras posibilidades de disjuntarnos e intersecarnos a la vez dividiendo a los juntos en ‘juntos y juntas’.
La invocación de estos abracadabras por los poderes públicos, obviamente interesados en subnormalizarnos, nunca es demasiado repetitiva; y convendría que lo fuera para desnudar su naturaleza.
Por ejemplo, el pasado mayo el presidente del Gobierno de España tuiteaba: «La mejor manera de interrumpir el contagio es que cada uno de nosotros y nosotras actúe como si estuviese contagiado», siendo palmario que, de acuerdo con su propio desvarío, debió haber trinado: «La mejor manera de interrumpir el contagio es que cada uno y cada una de nosotros y nosotras actúe como si estuviese contagiado o contagiada».
Lo mínimo exigible a quien se obceca en duplicar el género gramatical hasta el disparate y más allá es que incorpore consecuente y constantemente a su discurso toda duplicación imaginable, sin perdonar jamás ni media. No es de recibo que quien eleva a religión su capricho de ponerles rabitos a las oes se permita dejar algún rabito sin poner, renegando así de su proclamada fe en el poder performativo de los grafemas.
Vemos, sin embargo, que ni aun los más fervientes apóstoles de la duplicación de género la aplican a todas las ocasiones que se les presentan, generalmente absteniéndose de desdoblar los sustantivos de género epiceno («caballos y caballas»), invariable («los asistentes y las asistentas») o ambiguo («el capital y la capital»), especialmente cuandoquiera que tales desdoblamientos del género conlleven una inesperada por pertinente distinción diacrítica en lo semántico («altos cargos y altas cargas», «las cuentas públicas y los cuentos públicos»).
En esa dirección delatora de hipocresía apunta asimismo la sospecha de que ninguno de estos logómacos se expresa tan ridículamente en su vida privada…
¿Significa esto que ni los más arrobados creen verdaderamente en las propiedades mágicas de ponerles rabitos a las oes? Por supuesto; pero ante todo delata que el propósito de semejante práctica se limita a proclamar cuán igualitarios e inclusivos son quienes la adoptan.En fecha tan temprana de este proceso psicomágico como 2001, don Javier Arias Navarro concedía beligerancia intelectual a esos «legos en la materia» que con tan desgraciada frecuencia «se arroga[n] la potestad de hablar sobre asuntos del lenguaje con una ligereza (tornada en pura desfachatez en ocasiones) que ellos mismos seguramente no consentirían al tratar de química o de derecho romano, por ejemplo», respondiendo a «esta moda maniática [de] tratar a las letras como lo que no son jamás, dibujos» con el artículo «Género y arrobas», que en menos de seis mil palabras dice todo lo que cabe decir «de modo no mágico» acerca del género gramatical, agotando por completo no sólo el tema sino también la paciencia del autor, quien obviamente exhausto y algo irritado tras su ímproba lucha contra «la idiotez dominante» (tarea que, según observa Schiller, hasta los mismos dioses emprenden en vano), concluye con la siguiente coda:
Tras haber expuesto prolijamente las razones que hacen de la moda actual referente al género y al uso de la arroba un fenómeno psiquiátrico y sociológico antes que lingüístico, sólo nos queda advertir a quienes nos hayan seguido a lo largo de este texto que a partir de ahora es una decisión enteramente suya la de engrosar las filas de la idiotez dominante (de la cual acaso saquen algún provecho curricular) o, por contra, combatirla y resistirse a ella, para lo cual hemos ofrecido aquí algunos argumentos. Lo que en modo alguno podrán hacer ya es aducir ignorancia sobre la cuestión. Bastante nos hemos cuidado en este escrito de que se den por enterados.
…acertando de lleno en lo del «provecho curricular», pero errando al tildar por cuarta vez de «moda» aquel género bobo que veinte años después ha derrotado sin paliativos a la lingüística aplicada, cuya única aplicación restante tal vez sea levantar acta de la destrucción desde arriba del patrimonio común.