La Plataforma por un Centro por la Paz y la Memoria en la antigua cárcel de Carabanchel ha celebrado este domingo 15 de diciembre de 2013 un acto en memoria de todas las personas que sufrieron represión por el régimen franquista, muchos de los cuales pasaron por la cárcel de Carabanchel, por luchar por la libertad y la justicia social.
El acto ha coincidido con el quinto aniversario del derribo de la cárcel por el entonces ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba.
El acto, que ha contado con la participación de la Solfónica, del cantautor David y por expresos del franquismo, se ha celebrado en el llamado Jardín de la Memoria, instalado en los terrenos de la antigua cárcel, que fue inaugurado hace dos años en una esquina de dicho solar, y está compuesto por una maqueta de la antigua cárcel, una placa conmemorativa y unos cipreses.
Además de recordar la lucha contra la impunidad, que va dando sus frutos en los últimos meses, se ha vuelto a reivindicar que se construya un Centro de la Memoria en los terrenos de la cárcel de Carabanchel, en el pabellón del Hospital Penitenciario, que se mantiene en pie, y que actualmente está destinado a Centro de Internamiento para Extranjeros (C.I.E.), y en el que se priva de libertad, de nuevo hoy, a inocentes que no han cometido delito alguno: los inmigrantes sin papeles.
En ese «psiquiátrico» (evidente paralelismo con los gulags siberianos y los hospitales de reeducación chinos) perdí un mes de mi vida en 1972. Era un penal masculino pero, nunca supe por qué, habían habilitado una especie de minipabellón anexo para «presas en tránsito». En torno al 1º de mayo de aquel año coincidimos allí algo más de una veintena de «políticas», una quinqui fantástica que nos enseñó muchas cosas prácticas, una enfermera a la que habían pillado practicando abortos clandestinos y una docena de prostitutas, procedentes de las redadas en dos burdeles. Para las políticas, el psiquiátrico de Carabanchel era el final de la epopeya: en espera de juicio, de allí salíamos en libertad o íbamos a parar a una cárcel en toda la regla. Para las prostitutas no era más que el principio, vivían con el miedo pegado a la piel, su destino era un convento de una orden a la que ellas llamaban «esclavas», perdido en algún páramo ignorando de La Mancha, donde les rapaban la cabeza al cero, les quitaban la ropa que llevaban (incluida la interior) y las tenían durante meses embutidas en una especie de saya gris privadas de todos los atributos representativos de su estatus y condición: las increibles batas brillantes de todo los colores, los zapatos con tacón de aguja, los sujetadores y ligueros cuajados de encajes y lazos y la colección completa de bigudíes, rulos y horquillas para rizar sus melenas. Todo lo que era importante en sus vidas.