Joaquín Roy[1]
El balance de las elecciones cruciales en Catalunya, el jueves 21 de diciembre e 2017, va a dejar un tema fundamental sin resolver: la identidad nacional, no de Catalunya, sino de España.
Más de 500 años después de conformarse y cuando los actuales dirigentes se empeñan en afirmar que es el estado nación más antiguo de Europa (en realidad, Portugal lo es), todavía los españoles no tienen una idea clara de su identidad.
Ese ente que muchos catalanes independentistas despectivamente llaman «estado español» (para evitar decir «España») es el culpable de la confusa personalidad de uno de los pocos sujetos políticos del planeta actual que pueden presumir de una presencia sólida y un reconocimiento impecable. Pero la identidad nacional española sigue siendo una asignatura pendiente.
La explicación de este problema es que la «nación» española nunca fue un ejemplo de una de las dos modalidades fundamentales. España nunca fue una nación de base étnica, religiosa, racial («alemana», del Volk romántico, para entendernos). Las dos únicas veces que lo intentó fueron históricamente dos desastres antológicos.
Con la expulsión de los judíos se perdió toda una clase empresarial, luego muy necesitada. El destierro de los restos de los musulmanes, una oportunidad desdeñada de reforzar el «melting pot» que la península ya era desde la invasión romana.
España tampoco nunca se propuso adoptar el modelo «de opción», liberal, al modo de Estados Unidos. La alusión de Ernest Renan (la nación es un plebiscito diario) nunca fue atractiva para los españoles que prefirieron irse a dormir sin «votar». Aceptaron tácitamente la atribuida condena de Antonio Cánovas de Castillo: «son españoles los que no pueden ser otra cosa».
España se construyó como el nombre de su corazón estatal: Castilla. Viene de «castillo». Desde tiempo inmemorial, los españoles han sido como los moradores del castillo, protegidos y obligados por el señor omnipresente.
Los que vivían en los aledaños de la fortaleza sabían que en momentos de peligro, siempre podrían penetrar por la puerta y el puente levadizo se encargaría de decidir los términos geográficos.
Mientras la mayor parte de los estados, sobre todo en el mundo llamado occidental, decidieron (o fueron obligados por la fuerza interna de su propio tejido social) tras la Revolución Francesa y la independencia de Estados Unidos qué modelo de nación seguirían, los españoles dejaron esa tarea en manos del señor del castillo, el estado.
Ese estado fracasó cuando reticentemente trató de imitar el papel del estado francés, que se propuso construir la nación. La estrategia de Francia fue tan exitosa como la contraria de Estados Unidos, donde la nación fue tenazmente ensamblada por la imparable inmigración.
Durante un largo siglo XIX, el estado español sobreviviente de la ocupación napoleónica, se propuso dotar al aparato público de símbolos palpables: constituciones, gobiernos, tribunales.
Estatuas y monumentos les recordaban a los españoles de dónde venían y adonde pudieran ir. Se exageró evidentemente cuando se retrajo el origen de las monarquías hasta los reyes godos. Don Pelayo asturiano incluso fue superado por Ataulfo
Este intento desde arriba se vio profundamente noqueado por el «Desastre» (así lo ha llamado la historiografía) del final de la(s) guerra(s) de Cuba. La España oficial todavía no se ha recuperado de ese golpe. «Más se perdió se Cuba», incluso dice todavía la España real.
Mientras la intelectualidad reaccionó con la introspección de la Generación del 98 (que confundió a España con una Castilla mítica), el estado volvió a su agenda propia: la reconstrucción de la nación maltratada, desde arriba. Pero ese estado español ya nunca pudo ser como el francés en esa titánica labor.
Ningún historiador ha podido escribir una epopeya en la que los habitantes de España se transformaron «de campesinos en españoles», como dice el clásico libro de Eugene Weber.
La «nación» española ya había sido sistemáticamente impuesta como remedio de guerras carlistas, revoluciones veloces, una Primera República fugaz, tozudas variantes constitucionales.
El siglo XX fue testigo de más repetición: la mayoría de edad de Alfonso XIII se reforzó por la dictadura de Primo de Rivera, con la que se intentó enmudecer las bombas terroristas y la desestabilización económica del impasse de la neutralidad de la Primera Guerra Mundial.
La «hispanidad» fue otro intento desde arriba, del que queda la magnífica plaza de España de Sevilla y el Pueblo Español de Montjuic en Barcelona.
La Segunda República española persistió en la tarea de construir la nación desde arriba, en un intento de darle al pueblo el protagonismo de la débilmente instalada democracia.
La rebelión de Franco y el resultado de la Guerra Civil testificaron un recrudecimiento del método de la construcción nacional desde arriba, esta vez por la contundencia de las armas primero, luego de la legislación dictatorial. España era lo que el régimen franquista imponía, mientras el pueblo prefería dedicarse a sobrevivir en un país paupérrimo.
Con el renacimiento de la democracia, los sucesivos gobiernos han intentado proponerle al pueblo un nacionalismo «constitucional», garantía de estabilidad, reconciliación, seguridad.
Primando la transición, los gobiernos centristas de Unión de Centro Democrático (UCD), del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el Partido Popular (PP) han basado la nacionalidad en la letra de la Constitución.
Pero nunca, todavía, se ha intentado una modificación del método de Renan. Se necesita una oferta que no se pueda rechazar («an offer you cannot refuse», como dicen sarcásticamente en angloamericano). Sobre esa ausencia se ceba el neo-romántico nacionalismo catalán.
- Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.
- Columna distribuida por la Agencia IPS