Roberto Cataldi[1]
En los años 70, los sábados por la mañana, aprovechando que no debía concurrir como becario al hospital, asistía a un curso de lógica que se dictaba frente al Retiro de Madrid. El profesor, un viejo jesuita que de joven había sido profesor durante dos años de Fidel Castro en la escuela secundaria, en la Habana, no parecía recordarlo con estima.
Cuando hacía referencia de los discursos kilométricos que “El Chino” pronunciaba (duraban horas), decía que estaban plagados de afirmaciones ilógicas. De paso se quejaba que su antiguo alumno los hubiese despojado de todos los bienes que tenía su orden en la isla. El profesor nos ejercitaba leyendo las noticias del periódico e invitándonos a sumergirnos en un cuidadoso análisis crítico. No había mejor manera de aprender lógica, pues, él consideraba a los periódicos como la mayor fuente de la antilógica y también nos advertía del peligro de que la antropotecnia sustituyese a la antropología.
Recuerdo sus explicaciones acerca de los algoritmos y pienso en cuánta inocencia había. En efecto, hoy los algoritmos nos producen pánico cuando nos enteramos que gracias a ellos nuestros datos personales, gustos, sueños, historia de navegación, van a parar a un mercado negro. Lo constriñen a uno en función de lo que eligió antes y le dicen que dado cómo uno es le gustará esto. ¿Acaso hay libertad? El antídoto sería saltarse el propio pasado y ejercer la “desobediencia digital”.
No hay duda que los gustos están prefigurados y que el consumidor elige aquello que ya sabía que iba a buscar. Pierre Bordieu solía decir que las elecciones que uno toma están marcadas por el grupo socioeconómico de pertenencia y las trayectorias culturales. La manipulación de la información siempre existió, claro que hoy se amplifica porque mediante los algoritmos se engaña a los ciudadanos. Un mensaje es amplificado mediante la interacción de centenares de cuentas durmientes en las redes sociales que se activan para una campaña política. Con el algoritmo no hay transparencia, es el mayor secreto de la empresa y su escudo son los derechos de propiedad intelectual. Quizá no hubiésemos llegado a esta situación si Al-Juarismi, aquel persa genial, no hubiese escrito el primer libro que existe sobre el tema: Algebra, en el 825.
Yo al igual que los de mi generación, la de los años 70, y los de las generaciones anteriores, provenimos del mundo analógico. La cultura que hemos heredado ha sido en gran medida analógica, lo que ha condicionado una forma de comunicarnos, de sentir, de informarnos, de estudiar, de leer y escribir, en fin, de entender el mundo o tal vez de tener una cosmovisión. Pero ese mundo, esa cultura, ya sería cosa del pasado, porque la realidad que vivimos es virtual. Bajo la presión de la inteligencia artificial, los algoritmos, los datos estadísticos, se modifica la realidad del planeta. Un tsunami digital no solo procura digitalizar todo el acervo cultural sino que se lleva el mundo analógico por delante, desde la antigüedad hasta el presente y generando una disrupción (término de moda) cuyas consecuencias ignoramos. No hay control político, ni legal, ni pensamiento crítico, ni transparencia democrática ni debate público u opinión pública bien informada.
Hoy existe un cambio de paradigmas que afecta profundamente a la Humanidad, pero lo peor es que no somos conscientes de ello. Nuestros imaginarios culturales cambian y observamos la revolución digital como si perteneciera al mundo de la magia. No advertimos que nuestras vidas se han tornado dependientes de esa tecnología, al punto que se configuran online. Lo grave e indignante es que somos obligados a aceptar el cambio tecnológico con resignación, como ayer fue la globalización, la crisis económico-financiera del 2008 donde las previsiones del Big Data fallaron, o incluso el desmantelamiento del Estado de Bienestar, entre otras varias tragedias contemporáneas. Las trampas del discurso se evidencian cuando sostienen que la inteligencia artificial, la robótica, el Internet de las cosas darán prosperidad a la población y proveerán de trabajo.
La obsesión que moviliza a las grandes corporaciones es incrementar exponencialmente la velocidad de circulación de los datos con el fin de convertirlos en dinero. Facebook, Instagram, Twitter no son plataformas gratuitas, ya que para usarlas debemos entregarles nuestros datos. Surge rápidamente el tema de la privacidad, que por otra parte a muchos no les preocupa porque no tienen sed de anonimato. Tengo la impresión que asistimos a la debacle de la privacidad de los datos y la pérdida de la confiabilidad. Estas máquinas en su aprendizaje pueden tomar datos aparentemente intrascendentes de un individuo pero al combinarlos con otros datos pueden descubrir hechos que ese individuo jamás quiso revelar. No nos damos cuenta que en nuestra navegación vamos dejando rastros digitales y, en ellos hay parte de nuestra privacidad. De esta manera se adueñan de la información de nuestras vidas y por eso estamos atrapados en el mundo digital. La acumulación masiva de datos en manos de ciertas empresas, termina por saber más de nosotros que nosotros mismos. Todos los usuarios tenemos una personalidad digital, pero el caso Cambridge Analytica que afectó a 87 millones de usuarios revela la trama oculta del uso que Facebook hace con nuestros datos.
Como en el mundo actual domina la imagen, estas empresas procuran mostrar un rostro amable, desinteresado, altruista, en fin, humanitario. Y muchos son engañados o se dejan llevar porque creen que esta revolución es inevitable, en todo caso les preocupa hallar la forma de salvarse o de sobrevivir. Después de lo vivido en estas últimas décadas ya nadie tiene derecho a ser ingenuo, o a seguir creyendo en discursos progresistas y altruistas. Vivimos en un mundo de “vigilancia intensiva” y la sociedad actual podría definirse como la sociedad de la información y de los datos pero donde no hay pensamiento crítico, tampoco equidad.
Daría la impresión que todo pasa por el PBI, ya que cuando un país mejora sus cifras de PBI rápidamente es felicitado por los organismos internacionales que se dedican a las finanzas planetarias. Los gobernantes se muestran orgullosos de exhibir cifras que hablan de crecimiento, pero lo curioso es que al mismo tiempo crece la pobreza. En fin, no me interesa el crecimiento sin equidad. La conciencia de límite ha desaparecido. El negocio digital lucra con nuestros datos sin pedir nuestro consentimiento, y también procura embobarnos el mayor tiempo posible, pues, a más clics más dinero.
Por otro lado, no solo se busca sustituir los hechos por mentiras (fake news) sino disminuir la capacidad de juicio con la que nos posicionamos frente al mundo. El nuevo poder reside en esa opacidad que nos considera digitalmente analfabetos, incapaces de identificar la procedencia de los bulos, de allí que las noticias falsas que vuelan por la red sean el nuevo opio del pueblo mientras las plataformas digitales no asumen ninguna responsabilidad. El problema se agrava cuando a la incompetencia digital se le suma la incompetencia moral.
En el Siglo XIX Giuseppe Mazzini decía que el progreso exige del factor moral, un ideal que comparto, aunque si reparamos en la historia de la humanidad veremos que mucho del progreso alcanzado no tuvo en cuenta la ética ni la moral, solo se privilegiaron los intereses de grupos dominantes.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldo Amatriain (FICA)