Escuchábamos en los telediarios atronar la dicción cada vez más atropellada y atropellante del entonces ministro Fraga, de cuya manera de entender la sociedad civil la sociedad civil decía cuando se daba el gustazo del chascarrillo que lademocraciaconFragaescomofollarconbragas.
Follar y democracia, qué dos palabras más lejanas en aquellos años en los que yo creía que mi padre era capitalista porque… no era comunista, aquellos años en los que un señor se acercó a mi madre en el mercado, el mismo mercado en el que aún hacemos algunas compras, para espetarla quizás sin mucho tacto pero sí con, imagino, alguna buena intención ¿señora,nosabequeyosoycomunista?, para que, inesperadamente (inesperadamente para él, porque a mí cuando me lo contaron me resultó una respuesta muy conveniente si viene, si venía, como vino, de Cuca, de mi madre), mi madre le soltara “por mí como si es usted un hijo de puta”, y no, no era miedo al comunismo, su padre, mi abuelo Quico, mi abuelo materno, que sale mucho en esa novela o lo que sea que vengo escribiendo, lo fue, dicen, y ella lo tuvo a gala, sin difundirlo a diestro y siniestro en los años de Franco, pero sin ocultárselo a quien pudiera querer saberlo, era sencillamente miedo a que alguien se mostrara desvergonzado delante de tanta gente haciendo una pretenciosa exhibición de creencias que en aquellos días en que la democracia podía no ser la que le molaba a Fraga resultaba meramente eso, exhibicionista, como si aquel tipo lo que tuviera entre manos no fuera el Mundo Obrero, sino su chorra.
Escuchábamos en los telediarios la verborrea seductora de galán amigo de truhanes bonachones que se gastaba Suárez, aquel prestidigitador del que tantos se burlaban porque no había leído un libro completo en su vida pero que maniobró con éxito (no de crítica pero sí de público) sobre el alambre de la realidad para conseguir que lo que pasaba en las calles fuera lo que pasaba fuera de las calles. Pudo prometer y prometió, y nos lo creímos… y hasta hoy, hoy que estoy aquí como acostumbro mirando esta pantalla donde voy escribiendo con el candor de las palabras de fuego sobre aquellos años en que mi padre debió de ser uno de los dos o tres que votaron al único partido democristiano que se presentaba en las primeras elecciones democráticas después de la dictadura franquista, él, mi padre, que no era mucho de misa, más bien poco, o casi nada, que todavía hoy no logro imaginar por qué lo habría hecho, votar a Ruiz-Giménez y a Gil-Robles (¡cuántos guiones¡), y que ahora que caigo he de preguntárselo un día de estos en medio de algún partido del Madriz o así.
Escuchábamos en los telediarios el gracejo andaluz hipnotizante del socialista González como si estuviera diciéndonos una y otra vez que algún día gobernaremos los que perdimos la guerra (sin nombrarla, a la guerra), la voz del que ahora tantos dicen que la Transición no fue una cosa de los españoles para los españoles sino una cosa de los españoles para que el dirigente del PSOE se comprara un yate. La Transición, acabáramos, aquellos tiempos en los que mi hermana pequeña llevaba el pelo tan corto que mi hermano Richard y yo la llamábamos Pepe, ella, que cuando era un bebé y yo la sacaba a dar un paseo en su coche de bebé para intentar ligar más, aprovechando el poder de atracción de un bebé sobre las chicas en aquellos años en que un bebé ejercía un poderoso poder de atracción sobre muchas chicas, ¿es tu hermana?, ¡qué bebé más rico¡, ¿la puedo coger?, aquellos tiempos en que mi hermano protagonizaba secuencias de mi vida que ahora están inmersas en otro de mis cuentos, en ese que se llama El niño que hablaba en inglés y la tarde del golpe de Estado, aquellos tiempos en que yo cantaba en el autobús, en la piscina, en las calles de mi barrio, por lo bajini, eso sí, canciones de Sandro Giacobe, en español, todo hay que decirlo, o de Juan Bau, y ya empezaba a chapurrear en un inglés vergonzoso el Yesterday de los Bítels, los años en que subía y bajaba andando dos veces al día hasta la glorieta de Embajadores para ir al instituto, cuando ya había acabado mis estudios de egebé en el colegio al que llamaban elTinte, los años en los que muy bien podrían haber pasado las cosas más disparatadas y yo podría ahora escribirlas aquí para que tú que me lees pudieras quedarte prendido durante un rato a la pura invención de la literatura cuando es imaginación y oficio y no esto que se queda como mucho en oficio pero que de tanto ceñirse a mi memoria acabará por aburrirme hasta a mí, aquellos años en los que mis padres no eran todavía unos ancianos ni los árboles del parque al que daba la ventana de mi habitación sabían que ayer mismo los iban a talar.
Escuchábamos en los telediarios la voz de grijo amable como hecha para la sorna y el julepe de Carrillo, aquella lacra para una OMS que se pasaba el día diciéndonos lo malo que es fumar y todos los fumadores españoles nos quedábamos pensando en Don Santiago, en el de Paracuellos para unos, el de la libertadlibertadlibertad para otros, el comunista sin más para la mayoría, en Don Santiago y su longliverocanroll que tanto tardaría en morirse ya de viejo, y tal. Comunista he dicho… Eurocomunista decía él, en aquellos años en los que yo aprendía a plancharme con la mano en los parques los pantalones caquis y a seguir siendo lo que estaba aprendiendo que era y que iba a ser y que fui, en los años de reconocer a los amigos por la calidad y la calidez de sus sonrisas, por la exactitud privilegiada de sus risas benditas, en los años a los que acudo a menudo para decirle a la nostalgia que se puede quedar allí, en aquellos años en que ahora aparezco y desaparezco a mi gusto para contarte a ti lo que me gustaría que supieras que fueron aquellos años.