Jordi Jiménez [1]
La situación de Catalunya se podría observar desde la perspectiva de una lucha de poder, una lucha entre poderes políticos, que utilizan los legítimos anhelos de la sociedad para que ésta haga el trabajo de calle mientras los primeros se mantienen en sus despachos alejados de los enfrentamientos a los que animan a participar a la gente que dicen representar.
¿Dónde o cuándo se ha visto que una revolución esté encabezada por un gobierno, que es precisamente quien detenta el poder establecido? Está claro que no es niguna revolución, es una lucha entre poderes gubernamentales que pone a la población como ariete de sus intereses. El poder central español lucha por no perder su cuota y aumentar su centralismo (su control), utilizando si hace falta el monopolio de la violencia; mientras, el poder local “emergente” (los aspirantes a un nuevo poder central catalán) lucha por aumentar su cuota separándose del control de los primeros.
La historia ya nos ha mostrado innumerables casos en los que ocurre lo mismo: pueblos enteros movilizados, y convencidos, de que la lucha a la que han sido arrojados tiene que ver con sus aspiraciones, sobre todo cuando éstas son identitarias. Los poderosos de todas las épocas han sabido utilizar esos relatos sobre la identidad cultural y personal para llegar al interior de esas aspiraciones legítimas de sus pueblos y han logrado asociar el enfrentamiento contra “ellos” con el logro de una supuesta vida mejor y con la defensa de la identidad personal. Esto no quiere decir que las aspiraciones de los pueblos no sean verdaderas, honestas o constructivas, sino que el poder utiliza esos anhelos para redirigirlos en dirección interesada, hacia sus metas particulares y cortoplacistas relacionadas con su poder.
Esto se ha repitido una y otra vez a lo largo del tiempo y a lo ancho de las culturas. En palabras de Silo, en su Cartas a mis amigos publicado en 1993, se dice: “Los instrumentadores de todos los tiempos han efectuado la básica estafa moral de presentar a otros una imagen futura movilizadora, guardando para sí una imagen de éxito inmediato.”
Cuando la población ha pedido derechos laborales, ha pedido acabar con los recortes sociales, mejor sanidad y educación, acoger a los refugiados o expresar sus críticas con mayor libertad, ha sido respondida con leyes represivas, con violencia policial, con menosprecio o con un total ninguneo, como si nada pasase. Los gobiernos, tanto el central como el catalán, han ignorado los intereses de sus poblaciones repetidamente hasta lograr que muchos gritaran en las plazas el “no nos representan”. ¿Cómo es posible que de repente esos mismos poderes se pongan del lado de sus poblaciones ante una simple demanda de mayor autogobierno por parte de uno de esos poderes? ¿Tan grave es para nuestras poblaciones y para la vida de la gente tal demanda? ¿No es más grave liquidar la sanidad o la protección social? Obviamente, los gobernantes tienen un enorme interés particular e inmediato en este tema, al tiempo que lanzan a la gente proclamas emotivas de libertad y democracia con el fin de alentar la movilización social.
El gobierno central español ha desempolvado las viejas emociones sobre la unidad de la patria, con la carga sagrada de trasfondo religioso, que ya tiene largas raíces históricas y con tal recurso moviliza a la población en la defensa de esa unidad amenazada. Pero detrás de ello está su evidente interés por mantener y aumentar su poder centralizador y uniformante y, no nos engañemos, lo de la ley es sólo una excusa para alguien que la incumple de manera rutinaria. Las leyes, además, son creadas por el mismo poder para aparecer como justificado y legitimado ante la sociedad, por lo que la situación de poder es previa a la ley.
Mientras, en Catalunya se desempolva el viejo anhelo por recuperar aquella soberanía perdida en algún punto de la larga historia (cada causa tiene su momento histórico favorito) asociada a una especie de paraíso terrenal donde toda la sociedad vive en una situación idílica de libertad absoluta en la que se han superado todas los problemas. Pero detrás de esas imágenes que movilizan a grandes capas de la población catalana se esconde el verdadero interés inmediato por el poder político, económico y hasta judicial (por el aumento del poder gubernamental, en definitiva) que busca crear un nuevo centralismo uniformante a la catalana con la misma estructura que el anterior, sólo que cambiando los objetos de devoción y de rechazo por otros particulares.
Por supuesto que los poderes políticos en Europa, los gobiernos nacionales y los burócratas de Bruselas, no ven con buenos ojos que unos atrevidos de su moribunda “Europa de los Pueblos” tengan la osadía de dar la batalla por el poder local, animando así con el ejemplo a otros “pueblos”. En sus intereses políticos nunca hubo un proyecto de pueblos europeos, sino una imagen de estados centralizados que se unen en un paraestado mucho más centralizado y controlador que los propios gobiernos nacionales, por lo que toda reivindicación de poder local será interpretada como amenza de desintegración a esa Europa centralista y estatista.
Por último, podemos hacer el ejercicio de sustituir la palabra “poder” por la palabra “dinero” o “poder económico” y tendremos una radiografía mucho más nítida de lo que está pasando.
- Jordi Jiménez ha participado en diferentes colectivos humanistas desde el año 87, colaborando con el Foro Humanista de Educación en España y Centroamérica, en las campañas de Mundo Sin Guerras y actualmente participa como miembro del Centro de Estudios Humanistas Noesis.
- Artículo difundido por Pressenza