Estar en la Tierra en los periodos en los que juntamos unos cuantos días de libranza, además de permitirnos escapadas como la que contamos la semana pasada, o la que haremos en los próximos días, que esperamos también reseñar, me da la posibilidad de reordenar papeles y revisar cosas que he ido escribiendo y que habían tenido un difusión limitada.

El relato que sigue lo escribí como homenaje a esas personas con las que nos encontramos en las grandes avenidas de las ciudades o en los parques, que representan una figura o un escena, se quedan inmóviles hasta que algún paseante les deja algunas monedas, entonces se permiten cierta movilidad para desentumecer los músculos y recuperar la compostura.
«Cada vez que paseéis por la calle Juan Muñoz os estaré viendo, os estaré recordando. Cuando paséis ante mí, distraídos, acostumbrados ya a mi imagen, me recordaréis que estuve entre vosotros.
Antes no fue así. Era dueño de mi propio cuerpo, de mi propia mente. Pero todo lo perdí.
Hasta ese momento no había estado enamorado, sí había querido a otras mujeres, aun las había amado, pero no fue hasta la primera vez que la vi cuando sentí que iba a perder la razón. Al fin y al cabo eso es enamorarse. Y yo tenía muy buenas razones para no perderla, si bien la perdí.
Alcanzar a alguien cuando ya los trenes han salido es tarea prácticamente imposible, no puedes ir corriendo detrás de ellos, es absurdo, nunca llegas, en el mejor de los casos te puedes acercar pero justo cuando crees que los atrapas, han vuelto a salir.
En vez de aceptar que ese tren ya se fue para siempre, que la persona que va dentro ya está en otro tiempo, que la vida para ella, y para ti, ya tiene otro espacio, no sólo confirma la teoría de la relatividad de Einstein, sino que confirma lo estúpido que eres si no desistes, si persistes en el empeño de buscar sueños imposibles.
Y yo soy un estúpido. Seguí corriendo desesperadamente detrás de las locomotoras, impulsado por el loco motor de mi corazón hasta que de bruces me di con el muro de la última estación. En este pueblo.
Que estaba en fiestas. Y una de sus pocas actividades atrayentes, interesantes, inteligentes, era el concurso de estatuas vivientes.
Lo de las estatuas vivientes era algo curioso. Se trataba de caracterizarse con el personaje, paisaje o animalaje que se eligiese y camuflarse en ellos. Temas libres, caracterización libre y según las posibilidades de cada uno. Alojamiento y manutención gratis durante unos días, y si tu caracterización ganaba, por voluntad popular, hasta te daban un premio, en metálico. La excusa era perfecta, estaría entretenido y ocupado.
Debe ser que los cazadores del averno están al acecho de los incautos, debe ser que a los atormentados y desesperados se les ve a la legua. El caso es que el tipo, argentino embaucador, me abordó en una taberna de la Fuentehonda, la plaza más emblemática de la ciudad. ‘Vos tenés problemas y yo te puedo ayudar’, me dijo, como sólo los porteños saben decir ‘ayudar’. Por supuesto estaba al corriente de mis desvaríos y deseos de amoríos.
Me lo ofreció sin rodeos, si vendía mi alma al diablo, podría disfrutar de ese amor durante un año, pero al cabo del año volvería para que saldara mi deuda. Que es verdad lo sé ahora, entonces pensé que era la bravata de un loco. El caso es que en mi desesperación por conquistar un amor inalcanzable le dije que sí, que aceptaba, que vendería mi alma a su diablo (que me importaba a mí su diablo si era un descreído de estas cosas) pero que me la trajese.
También le pedí que me ayudara con la caracterización del personaje de Juan Muñoz, hidalgo local del diecisiete, pues tenía intención de presentarme al concurso de estatuas del año próximo, este.
Me consiguió los mejores zapatones, calzas, jubón, guantes, capa, vara y sombrero. Conseguimos tinte bronce para los ropajes y para mi cara. La caracterización, como sabéis, es perfecta. Empecé a practicar la inmovilidad inmediatamente y, cuando llegó el momento, era tal el dominio que hasta yo me asustaba.
Por supuesto, era el trato, volví a encontrarme con esa persona de mis sueños, no sólo reparó en mí sino que comenzó a hacerme caso. Empezamos a vernos y así estuvimos durante casi un año, y al final, por unos días, creo, también me quiso.
Estaba exultante, podía estar con ella, la preparación del personaje de Juan Muñoz estaba lograda, podía permanecer sin moverme el tiempo que quisiera. Anhelaba que llegara el concurso, ganar el premio y poder ofrecérselo.
Y así fue, gané. Cuando todo hubo terminado y me disponía a desentumecer mis músculos y bajar del pedestal, el argentino estaba allí. No me lo podía creer, casi me da un ataque de risa. Pero él no estaba para bromas, solo me dijo que le acompañara que la deuda debía ser saldada.
No puedo explicaros lo que pasó. Me vi fuera de la caracterización del hidalgo que quedaba en la posición que ahora veis. Y vi a mi amor fugaz, atónita ante la estatua, golpeándola, gritando que bajara, que era hora de irse.
Pero la esencia de lo que fui estaba ya muy lejos de allí».



