Extractos de la novela: «El Alquimista Almohade»

Avanzo algunos párrafos de mi novela "El Alquimista Almohade"

Francisco Andújar

Crístobal Bermudo de Robres solo podría hacer un disparo y este debía acertar a su objetivo, matándole en el acto o malhiriéndole tan gravemente que no pudiera huir o ser evacuado por su escolta.

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Tendría que apuntar al cuello o al rostro, exactamente a uno de los ojos; eran las únicas zonas vitales desprotegidas. Lo ideal, claro, era un acierto en el pecho, en el corazón; aunque se desviase ligeramente hacia el centro, la velocidad, peso y punta de su proyectil lo haría penetrar rompiendo el esternón y, solo el impacto, cortaría la respiración, provocaría el desmayo y haría desplomarse hacia atrás al blanco.

Pero no había destreza que pudiera asegurar, sobre un blanco en movimiento, un ángulo absolutamente perpendicular de entrada que evitase el desvío en la penetración; incluso el rebote, por el efecto de la protección corporal de la que, a buen seguro, iría revestido.
Sí. Sabía que podía acertar en una zona vital, desprotegida… salvo que Dios no lo quisiera así.

–Señor, guía mi mano y templa mi pulso –murmuró.

Su habilidad estaba fuera de duda y, por eso, su comandante le había elegido para ese tiro único y mortal.

Cómo le habían enseñado en el adiestramiento procuró relajar y distender los músculos, del cuello primero, luego los hombros; apretando el arma contra el derecho y ajustando una vez más la línea de visión a través de los elementos de puntería.

No hacía viento que pudiera influir en la trayectoria. La ligerísima brisa que a veces movía las hojas y ramitas que le cubrían -prendidas en una red de cordeles de esparto que ocultaba toda su figura mimetizándola con el paisaje- era fresca y aliviaba el tiempo caluroso. Su posición -tendido encima de una pequeña formación rocosa, quedando en el interior del giro cuando el camino salía de una curva- la había elegido por dos motivos: dominaba la altura, por lo que no entorpecería su línea de tiro la escolta y, no le encontrarían de frente; esto le daría algún segundo de ventaja antes de que alguien se interesará por un matorral creciendo encima de una piedra.

–Mi Dios, hazme invisible a tus enemigos y que mi ataque sea implacable desde las alturas, como lo son tus rayos –rezó, entre dientes.

El fracaso tenía riesgos evidentes y no solo malograr la misión. La escolta se dividiría en dos: unos ampararían la huida de su presa y el resto atacarían, superiores en número, y estarían muy cerca; mucho.

Su necesidad de asegurar el disparo le obligaba a esperar hasta que oliese sus sudores y sintiese el roce de sus alientos. Derribar a su víctima causaría entre ellos el desconcierto y el miedo; desmotivaría las ganas de arriesgarse y permitiría a sus compañeros hacer una descarga cerrada sobre los enemigos, desde las posiciones alejadas donde se ocultaban, mientras otros se acercarían a toda prisa para respaldarle en el cuerpo a cuerpo.

–Dios mío, que mis hermanos en la fe sean conducidos por tu providencia y nos procuremos amparo mutuo ante la muerte –pidió en su plegaria.

Esperaba desde el alba y el sol ya iba cogiendo altura. Tenía calor pero no sudaba. Calculaba que no tendría que aguardar demasiado. Cumplida la misión podría contar con una licencia, de al menos tres días, que pasaría junto a ella; queriéndola, cuidándola en el inicio de su preñez que no impedía, de momento, caricias y abrazos. Lo tenía consultado con el capellán de la compañía, que no era clérigo excesivamente estricto en lo concerniente a los deseos carnales de hombres que veían la muerte, cara a cara, con tanta frecuencia y que, asimismo, demostraba poca fortaleza ante los pecados del mundo como mostrara, en más de una ocasión, en hospedajes o en los burdeles aledaños a los campamentos, donde combinaba sin mesura y poca discreción, vino y mujeres.

–Señor, perdónanos nuestras flaquezas y permítenos que sigamos intentando ser fieles a tus mandamientos.

Un cloqueo de perdiz vino desde el follaje de abajo y se repitió. <¿Un canto “de mayor” o de “jácara”?> Conocía muy bien la imitación de Benavides, su compañero de armas y de cacerías. <¡Ya venían!> En unos momentos oiría el trasiego de gente y caballerías y luego aparecerían ante él, a merced de su arma y su habilidad.

–Ha llegado la hora Señor, en ti confío, amén –y tras la oración… se concentró en el camino.

El mejor saetero, de los doscientos que integraban la Cofradía de Ballesteros de Santiago, no erró el tiro. Cristóbal aguantó hasta la distancia precisa, ni un paso más, ni uno menos. Agradeció que el ardor del día hiciera que su objetivo no llevase almófar o barbera cerrada al cuello, ni tampoco la cara cubierta con visera, ni siquiera un apéndice nasal; desde la cota de malla hasta el casquete forrado con seda, a modo de turbante, todo el cuello y la faz hasta media frente quedaban francos, perfectamente iluminados por el sol y la saeta, enérgicamente lanzada con una vibración que se alargó en el oído del tirador, encontró su punto justo debajo de la nuez y asomó la punta por detrás, por el mismo lugar en el que se descabella a los novillos.

–Alabado sea Dios. Se ha hecho tu voluntad, Señor –concluyó su plegaria.

Se desencadenó el infierno de rigor. Desde las alturas, una nube de dardos cayó sobre una comitiva sorprendida y desprevenida. Mientras las flechas atravesaban metales y cueros, hiriendo a hombres y bestias con un sonido silbante de lluvia de fierros letales, decenas de guerreros se precipitaban por la ladera del monte dando terribles alaridos y encomiendas a Dios y, blandiendo lanzas cortas, hachuelas, mazas y cuchillos, se enzarzaban en combate con los guerreros almohades, con los moros de Granada que formaban la columna emboscada, dando muerte a todos los que no tuvieron tino y rapidez para huir, intentando ponerse a salvo en la espesura del bosque donde, durante varias horas aún, serian acechados, perseguidos y muertos por los guerreros cristianos de Baeza.

Corría el mes de Junio del año del Señor de 1238, el mes de Yumada Al-Thania del año 635 de la Hégira mahometana.

(…)
(Del capítulo I. Un único y certero disparo)
(…)

–¿Alguna precaución por nuestra parte? –preguntaba el encargado de la recepción al guardia.
–No. No tenemos noticias de que causen problemas en hoteles o robos a visitantes. Podría ser con las mujeres, la denuncia es por haber molestado a una alumna de la academia –el guardia civil explicó–. Estamos comprobando los alojamientos en la ciudad aunque lo más seguro es que ya se hayan marchado. Adiós y gracias.
–Adiós.

El agente se encaminó a la salida y el empleado se dirigió al huésped italiano.

–Buenos días profesor Fascetti ¿Ha descansado esta noche?
–Perfectamente amico, este pueblo e un paradiso di pace è la vostra habitación è cómoda y acogedora. Me será bello tornare in un mese –respondió Cesáreo Fascetti, dottore de historia del arte de la “Accademia di belle arti di L´Aquila” y direttore de actividades internacionales de la “Storica Fondazione Mediterranea” con sede en Roma.
–Todo estará preparado tal y como usted nos ha indicado y los invitados a su seminario quedarán satisfechos, descuide –añadió el recepcionista.
–Así espero. Pueden bajar mio bagaglio mientras salgo y cuando llegue la machina, cárguenlo. Fammi una fattura para cuando vuelva –y sin más demora, el dottore Fascetti salió a las calles de Baeza.

(…)

Abdul sacó el teléfono móvil “limpio” del bolsillo interior de su chaqueta -el móvil propio lo llevaba en una funda cogida del cinturón- y atendió la llamada.

–Al Tauil (el largo) –dijo, y oyó el nombre convenido de su interlocutor: Saladín.
Escuchó por un instante, respondió que no estaban en el hotel, volvió a escuchar, colgó y se guardó el teléfono en el mismo bolsillo.
–Nos quiere ver urgentemente –se dirigió a Karim en francés–. En quince minutos al lado de la plaza de toros. Si hay obstáculos… en el segundo lugar para encuentros.
–Se suponía que ya no tendríamos que vernos, de momento –objetó el llamado Karim.
–Saladín está al mando así que vamos. A ver si nos deja tranquilos un tiempo y nos podemos ocupar de esa zorra que quiere ser policía y nos insultó ayer –se encaró con su compañero– y no vayas a comentar nada de ello con Saladín, ¡Eh!
–Son asuntos nuestros y solo nuestros –respondió Karim.

(…)

El alférez Quesada se bajó del coche casi sin dar tiempo a que este se hubiera parado totalmente. En el lugar ya se encontraban otros tres vehículos patrulla de la guardia civil y dos ambulancias. Un cabo le salió al encuentro saludándole militarmente a la par que se “cuadraba” en postura de firmes. El alférez, comandante del puesto de la benemérita en Baeza, devolvió el saludo, mandó descanso y dio rápidas instrucciones para que estableciese un perímetro, en torno al solar vallado, que impidiese el acceso de personas no autorizadas y evitase molestias a los investigadores;

(…).

Ya estaban allí los guardias que actuaban como policial judicial, a la espera de que llegase el juez de guardia, revisando todo el lugar entre bidones oxidados reventados, rotos palés de madera y restos caídos de los techos de uralita de la nave que ocupaba dos tercios del terreno. En el extremo más lejano y junto a la valla de ladrillos que daba al Paseo de las Murallas, sobre una higuera enana que había resultado tronchada, estaban los dos cadáveres y se apreciaban claramente dos orificios de bala en cada uno, en el pecho y en la frente, igual para ambos.

–¿Son los que buscábamos? –preguntó mirando hacia Karim y Abdul Al-Tauil, que yacían con una mirada de perplejidad en sus ojos muy abiertos.
–Si, un vecino que había pasado por delante, por las murallas hacia la plaza de toros, escuchó los disparos. Estaría como a unos cien metros. Se adentró hacia el pueblo por Sor Felisa y cuando llegó a la avenida Puche paró al primer coche nuestro que vio aparecer; provenía de la casa cuartel. Los guardias que descubrieron los cuerpos llevaban encima la foto que se repartió esta mañana y comprobaron que eran los buscados, avisando rápidamente –era uno de los guardias adscritos a la judicial quien se explicaba–. Han recibido un primer tiro en el pecho que les ha cogido desprevenidos, hecho con rapidez, muy de cerca para no fallar. Una vez abatidos les han disparado en mitad de la frente para garantizar la muerte. Quien o quienes hayan sido se han acercado sin levantar el recelo de estos dos desgraciados, lo que indica que se conocían y esperaban. El sitio apartado y en desuso está fuera de miradas indiscretas, podría ser un punto de cita. No acampaban aquí. No son vagabundos. Llevan buena ropa y están aseados y afeitados, de esta misma mañana. En cuanto que llegue el juez y ordene el levantamiento de los cadáveres, hablaremos con los vecinos para que nos digan que han visto u oído y que personas han pasado por las cercanías.

El cabo que lo recibiera al llegar se acercó a paso ligero.

–Mi alférez, estaban alojados en el hotel de la calle Concepción. En recepción le han dicho a la patrulla que salieron esta mañana temprano y aún no han vuelto. Llevaban cuatro días alojados y salían como turistas, a visitar la ciudad y hacer fotos.
–Que vayan otros dos guardias al hotel y monten vigilancia hasta que lo visite el juez.

Nadie debe entrar en la habitación de estos tíos. Ni se debe tocar nada. Avisar a la científica y que venga “echando hostias”. Al juez de guardia le dices que este asunto puede que tenga que ser “visto por los de arriba”. Hay que descartar cualquier rollo terrorista. Y “chitón” a la prensa. Mutismo total. De momento asunto de drogas e ilegales. ¿Quién está de juez de guardia? –Concluyó el rosario de órdenes el alférez Quesada.

–El juez Pardo –contestó el guardia de la judicial.
–Dile que esto puede ser serio de verdad y que mantenga discreción absoluta. Me voy a ver al teniente coronel de la academia y luego, los dos, tendremos que hablar con el juez Pardo. Cribar el pueblo a ver si levantáis algún sospechoso y disponeros para rehacer todas las andanzas de estos tíos desde que llegaron a Baeza. Muy importantes los documentos que lleven y lo que se halle en el registro de su habitación del hotel. Dedicar todos los hombres disponibles y… concentración, que no se escape ningún detalle.

Los dos guardias de la judicial y el cabo recibieron la nueva remesa de órdenes con asombro y lo reflejaron claramente en sus caras. Estaban acostumbrados a muchas cosas, como veteranos que eran, pero la reacción de su comandante -aún más avezado que ellos- y la deriva que podía tener el caso, de acuerdo con lo se deducía de las palabras de este, les conmociono claramente. <¿Terrorismo? ¿En Baeza?>

(Del capítulo II. Siglo XXI)
(…)

Por eso estaban allí los tiradores. Su misión: vigilar en derredor, en la mayor amplitud visual posible y efectuar una intervención a media distancia, imposibilitando u obstaculizando cualquier ataque enemigo, eliminar el efecto sorpresa de los contrarios y dar tiempo de reacción a las tropas que tenían la defensa zonal inmediata al pozo y a los zapadores cambiar las herramientas por las armas y ponerse a cubierto, listos para el combate.

Si el ataque se mantenía, Marina y el tirador hostigarían a los talibanes desde su posición, eliminando a los que supusieran una amenaza mayor, sobre todo atendiendo a las armas que estos portasen: lanzagranadas, ametralladoras o morteros y el tercer miembro del equipo coordinaría la defensa con las tropas atacadas, señalando las aproximaciones enemigas e informando a la base y requiriendo el apoyo de los helicópteros de los italianos. También sería el responsable de “vigilar sus traseros”, ante cualquier maniobra de flanqueo para neutralizarlos que intentasen los enemigos.

Con fuego preciso hasta los dos mil metros, podían inmovilizar en el terreno a unos agresores que tardarían en localizar el origen de sus disparos y mantenerlos alejados del lugar de perforación. Ya habían señalado en su mapa los puntos donde unos atacantes pudieran guarecerse disponiendo de ángulo y visión para usar armas semipesadas; calculadas las distancias y estudiado los cambios de velocidad y orientación del viento, para apuntar sobre los mismos y neutralizarlos. En caso de intentar utilizar algún vehículo, para lanzarlo en marcha sobre los españoles, el calibre .50 del Barret M95 penetraría en el bloque motor como si fuera de mantequilla, parándolo e inutilizándolo o provocando su explosión.

Los talibanes no harían acto de presencia ese día y el equipo de tiradores recibió la alerta de aprestarse para el repliegue. En realidad serian los últimos en recoger sus efectos, debían cubrir a sus compañeros hasta que todos estuviesen instalados en los blindados RG-31 de la Brigada Paracaidista (BRIPAC) Almogávares VI, luego la columna se acercaría a su posición y les recogerían con la impedimenta.

(…)

Marina se desperezó y contempló la base principal de las fuerzas armadas españolas en Afganistán. Se veía plena de actividad, al coincidir con el regreso de muchas de las columnas de patrullaje que se habían desplegado durante la jornada. Una vez en tierra saltó del helicóptero y se encontró con un vehículo esperándola -<menudo lujo>- que la llevó directamente al barracón donde se encontraba la Plana Mayor. El “puerta” le indicó la ubicación de la secretaría, donde se presentó, cuadrándose, al teniente del cuerpo de intendencia encargado de la misma.

–¡Ah! La artillera agregada a la Guardia Real. Nos está dando mucho trabajo hoy pero ya está todo preparado. –El teniente secretario cogió una carpeta de documentos, de encima de la mesa, a la que dio golpecitos– Sígame.

El teniente abrió la puerta del despacho del coronel y solicitó permiso para entrar. Con un gesto de cabeza le indicó que entrara también y sujetó la puerta, cerrándola tras ella. A continuación se acercó a la mesa del coronel y depositó ante este la carpeta que cogiera fuera. Marina, mientras se mantenía en posición de firmes, mirando al frente, escuchó al teniente:

–La guardia real que tiene que regresar urgentemente a Madrid, mi coronel.
–¿Está todo resuelto? –Preguntó el coronel, ojeando los documentos contenidos en la carpeta.
–Todo debidamente coordinado, mi coronel. Esta misma noche parte en un vuelo de los americanos hasta Turquía y enlaza con otro transporte aéreo a Rota. Es lo más rápido que hay y mañana mismo estará en España–. Al tiempo que el secretario daba estas aclaraciones iba señalando con el dedo diversos documentos que el coronel firmaba en el momento. Acabado el trámite, miró por primera vez a Marina y le espetó:
–Regresa a casa, soldado –miró los rombos en el cuello de su camisola y rectificó– artillero. El mando tendrá motivos para este regreso tan precipitado y urgente. Ha costado trabajo conseguir que esté allí mañana mismo, mejor que pasado mañana, según las órdenes recibidas. Ha servido bien en este frente, por lo que he visto en su expediente, y se pierde apenas un mes de su periodo de adscripción a este contingente. Váyase con el respeto de sus compañeros de armas y mandos por la misión cumplida, y que la próxima misión que le espere sea también buena para su carrera.
–A sus órdenes ¿ordena alguna otra cosa? mi coronel–. Replicó Marina al notar la pausa de su superior.
–El teniente Ponce le entregará su pasaporte de viaje y le informará de cuanto deba saber. Puede retirarse–.

Y el coronel volvió a los papeles que ocupaban su escritorio.

Marina dio un paso atrás haciendo chocar los tacones, giró media vuelta y se dirigió a la puerta por donde salió del despacho. Se quedó esperando junto a la mesa del teniente secretario hasta que este salió, con su carpeta bajo el brazo.

(…)

El Hércules tomó tierra pesadamente en la pista de aterrizaje de la base naval de Rota, en Cádiz, se dejó ir rodando y luego los frenos empezaron a hacer su trabajo reteniendo la tremenda mole del avión y reduciendo su velocidad. Con estrepitosos retemblores, la aeronave fue agotando la longitud de la pista hasta que quedó prácticamente parada, luego efectuó un giro a izquierdas y se puso a seguir mansamente, como una inmensa res, a un vehículo “follow-me” pintado de gris azulón –o azul grisáceo– por las pistas auxiliares, hasta su zona de estacionamiento.

Al salir al exterior notó en la cara una fresca brisa marina que enfriaba lo que seguramente habría sido un día muy caluroso, típico del sur de España en el mes de Julio. Marina sintió alivio, a la par que se espabilaba del sopor y aburrimiento de estar volando, con una breve escala en la base de Incirlik, en Turquía, durante casi 24 horas.
Antes de descender por la rampa de carga del Hércules ya distinguió aquella figura trajeada, con corbata, de pie, con un cigarrillo entre los dedos, al lado de un Audi 6 de color blanco, coche civil que desentonaba en aquel entorno militar.

Al acercarse apreció una sonrisa amistosa, en una cara familiar que recordaba mas bronceada y con la barba peor cuidada. Era el clásico cincuentón de muy buen ver al que el ejercicio para mantenerse en forma y ese porte militar, digno y estirado, hacían interesante, y el traje bien cortado y la corbata le conferían elegancia.

No se había interrogado mucho por el motivo de un regreso tan precipitado desde Afganistán. La baja del servicio de algún compañero o alguna escolta a sus majestades, de especial complejidad, podrían ser el motivo de su viaje. Pero encontrarse a pie de avión, en la misma base de Rota, dispuesto, al parecer, a hacerle de chofer, al comandante Lence, a todo un agente de campo del CNI… eso si tenía que tener una respuesta rápida porque, a pesar de su capacidad de autocontrol, -imprescindible en un francotirador- estaba empezando a ponerse nerviosa.

(Del capítulo IV. Regreso de Afganistán)

Formato: Versión Kindle
Editor: FAC (15 de septiembre de 2013)
Vendido por: Amazon Media EU S.à r.l.
Idioma: Español
ASIN: B00F9EMRNK

«El alquimista almohade» está disponible en AMAZON, para descargar en versión Ebook.

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2 COMENTARIOS

  1. Me gusta y me ha picado la curiosidad de leérmelo, ya lo iba hacer por descontado pero ahora con más ganas si cabe…

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