El título del presente artículo, intencionalmente erróneo, es provocador. A partir de que se produjo ese encomiable movimiento de indignación ciudadana, que no hubiera sido posible sin el rol meritorio que ha jugado la Cicig y el respaldo de la embajada norteamericana, la Comisión ha pasado a ser, con toda legitimidad, una heroína nacional, especialmente quien la preside, don Iván Velásquez.
Aunque se pretenda señalar el rol institucional y no personal, la realidad lo que nos dice es que la Cicig con el temible Iván es otra cosa, diferente de las presididas por sus dos antecesores, el protagonista Castresana y el desubicado Dalanesse. El MP ha tenido la sensatez de alinearse con la Cicig.
Todos (as) nos complacemos con los logros obtenidos. Tal vez pocos nos damos cuenta del esfuerzo investigativo realizado, así como de los recursos financieros que lo posibilitan, lo cual es comprensible, porque estos han provenido de los impuestos que pagan los ciudadanos de otros países. La comunidad internacional ha sido bondadosa en proporcionarlos y, por lo tanto, a los guatemaltecos nos ha salido gratis.
Pero ahora Iván Velásquez comienza a caer en infortunio. Se atrevió a hablar de algo que en Guatemala es tabú: los impuestos. Todos queremos un Estado capaz de cumplir con su razón de ser, el bien común, y sus competencias constitucionales, pero nos duele aportar los recursos que le posibiliten alcanzar estos propósitos. Esta actitud, subjetivamente comprensible, y la fuerza de los actores poderosos con capacidades desproporcionales de incidencia en las políticas públicas, nos han llevado a tener una de las cargas tributarias, en relación con el PIB, de las más bajas del continente; no podemos llegar siquiera al 10%, pese a que se suponía, como lo habían previsto los Acuerdos de Paz, que para el año 2000, ¡hace 15 años!, habríamos llegado al inalcanzable 12%.
Ahora bien, no hay que confundirse, aunque obviamente a nadie le guste pagar impuestos y por muchas cajas de resonancia que existan, la principal y determinante resistencia es la de los empresarios organizados. Aquí nunca es el momento apropiado para hablar de este tema. Si estamos creciendo, porque no hay que afectar ese dinamismo económico; si estamos estancados o decreciendo, porque sería inoportuno desalentar la inversión; y ahora que todos estamos escandalizados por una corrupción institucionalizada, porque primero hay que restablecer la moral tributaria antes de atrevernos a hablar de este espinoso asunto.
Enfrentar la corrupción institucionalizada requiere de mucho dinero.
Es completamente inverosímil que cuando se nos está demostrando que con recursos adecuados y voluntad de hacerlo es posible alcanzar resultados, metamos la cabeza en un hoyo y gritemos que más impuestos, eso sí que NO.
Un impuesto con destino específico permitiría que el Estado no deje de atender problemas estructurales, como salud, educación, infraestructura…, que afectan principalmente a los pobres, que no pueden ser ignorados, por mucho que necesitemos fortalecer la justicia.
La propuesta claramente señala que este impuesto, notoriamente progresivo, estaría dirigido a los grandes patrimonios, no a las clases medias, ni a los sectores populares.
La corrupción acompañada de impunidad solo se puede combatir exitosamente con suficiente inversión. Ahora, más que nunca, se evidencia esta realidad.
Don Iván, con más sabiduría y valentía que ingenuidad, osó hacer una propuesta que afecta los intereses de los sectores hegemónicos de este país.