Los hechos violentos ocurridos en los últimos días en Guatemala son impactantes en la realidad nacional. No se trata de conductas delictivas dirigidas a obtener algún bien de la víctima. No es como cuando inmisericordemente se despoja de la vida a alguien por quitarle un celular, o se atenta contra la integridad de un prójimo para obtener un beneficio personal, como en el caso de las repudiadas extorsiones. Tampoco es una acción cruel que alguien ejecuta disparando un arma contra la víctima, cuya operación no requiere más que el malévolo movimiento de apachar un gatillo.
Guatemala, policía y ejército trasmiten Inseguridad. Foto: Prensa LibreLos hechos ocurridos claramente persiguen crear una sensación generalizada de indefensión, de vulnerabilidad social. La brutalidad no es casual. Asesinar un maestro frente a sus alumnos crea un shock no solo entre los niños que lo presencian, sino en la sociedad. Accionar un explosivo a distancia provoca sentimientos de inferioridad ante la sofisticación utilizada en la agresión que se padece. Y asesinar a un pequeñito es abominable.
El mensaje de los autores de estos hechos es claro. Usted, señor/a de a pie, no tiene quién lo defienda. Lo podemos asesinar en cualquier parte, en la calle, en un bus, en su trabajo, frente a los niños, a cualquier hora del día y con una tecnología que demuestra el poder y los recursos que poseemos. Entiéndalo, no hay Estado, usted se encuentra a nuestra disposición. Esta es la ley de la selva y nosotros, los delincuentes, somos los más poderosos.
Formalmente podríamos definir como terrorista la conducta de los malhechores que han actuado así durante los últimos días. Lo que pareciera obvio es un interés criminal por poner y mantener de rodillas a la sociedad ante un poder que no puede ser limitado por el Estado. La delincuencia organizada, sin duda, está atrás de esta conducta, confluyendo con la delincuencia común, principalmente las maras, en su interés por mantener amedrentada a la gente. Esta confluencia hace más fácil la instrumentalización de la segunda, en función de los objetivos estratégicos de la primera.
Y mientras tanto, el Gobierno reacciona erróneamente. Prioriza la intención de proyectar una imagen que contraste la gravedad de los hechos. El presidente Morales, con mucho simplismo, contrapuso a la tragedia referida los supuestos avances obtenidos en disminuir el número de homicidios durante el mes de febrero.
Da la idea de que el Gobierno está acorralado por la delincuencia común y organizada. Pero, además, es evidente la debilidad que como Estado se proyecta, lo que inhibe la voluntad ciudadana de enfrentar esas acciones desalmadas. Si la población se siente indefensa, ¿cómo se va a atrever a formar un frente común con un Estado tan débil ante el enemigo que nos avasalla? ¡Ni siquiera quiere denunciar!
Ya es hora de que las autoridades de seguridad y justicia se den cuenta de que no pueden tapar el sol de la inseguridad ciudadana utilizando el dedo de los éxitos contra la corrupción de los funcionarios públicos. Por importantes que hayan sido esos logros, los sectores populares, pobres o clases medias bajas padecen con dramatismo el infierno cotidiano de sentirse desamparados, con un Estado inexistente.
Y esta grave situación se acrecienta con la ingenuidad presidencial de pensar que la crisis de la debilidad del Estado se va a paliar con el altruismo de la población, pidiendo “donaciones”. Con ese proceder, la imagen que proyecta es la de un Estado débil, al punto de la mendicidad.
Esta tragedia necesita enfrentarse con la unidad de la sociedad y el Estado, pero lamentablemente este, por su raquitismo, aparece en el imaginario social incapacitado de ejercer el liderazgo en esa alianza. Nadie sigue a un pordiosero, tan débil ante el crimen común y organizado que no merece la confianza ciudadana.
Vamos a rumbo y el final es muy peligroso.