El pasado viernes tuvo lugar en Zaragoza un concierto/homenaje, organizado por el cantautor Joaquín Carbonell, en solidaridad con el profesor de Filosofía Antonio Aramayona, quien junto a su amiga Marisol han sido sancionados por la Delegación del Gobierno en Aragón por mantenerse desde hace siete meses al pie del domicilio de la consejera de Educación en defensa de la educación pública y laica y contra los recortes económicos aplicados por el gobierno de Mariano Rajoy en esa materia.
Una vez tuve conocimiento de la fiesta y sabedor en la distancia y en la intuición de la razón y el corazón que mueven al profesor Aramayona a mantener esa actitud, no me resistí a pedirle al día siguiente de celebrarse el concierto su impresión sobre el mismo, convencido de que su palabra al evocarla en su memoria tendría la convicción y el valor de las palabras que siguen.
Gracias, Antonio, por tu ejemplo. Gracias por tu voz y por recordar con tu texto una de las circunstancias humanas y estéticas que despertaron en mí una de mis más intensas emociones musicales. Ocurrió, en efecto, durante la primera visita que hice en Viena a la casa de Ludwing van Beethoven en Heiligenstadt, escuchando la Sexta Sinfonía con esos mismos ojos que tú dices, porque a veces la música nos deborda con tanto sentimiento que se nos hace llanto en la mirada.
Gente como tú, con actitudes como la tuya, deberían prodigarse más en estos tiempos de acoso a nuestros derechos. Por eso, amigo, te queremos tanto como te necesitamos:
Querido Félix:
Me dices en un email que estás esperando, “para compartir esa emoción y publicarla”, un vídeo o algo de la Fiesta celebrada el viernes, 13 de diciembre, por la lucha y la sanción impuesta a Marisol y a mí por no abandonar el portal de la Consejera aragonesa de Educación, donde el próximo lunes iniciamos el octavo mes. “No me dejes sin tu impresión”, escribes. Y cuando ayer publiqué una breve crónica y varias fotografías sobre el evento en el Diario de un perroflauta motorizado, fui consciente de que quedaba sin expresarse parte de esa impresión. “Es inefable”, te respondí, “la merman las palabras”. Es verdad, pero también el cansancio me arrastró a no contarte nada más, sobre todo alguna cosilla que recorrió mi interior.
Recuerdo que un día escribiste que escuchabas la Sexta Sinfonía con lágrimas en los ojos mientras te dirigías a Heiligenstadt, cerca de Viena (de hecho, hoy es solo un municipio vienés), donde Beethoven dejó escrito una carta, su “testamento de Heiligenstadt”, dirigida a sus dos hermanos el 6 de octubre de 1802. En ella Beethoven volcó su enorme desazón y depresión por su creciente sordera y clamó por que todo pasara y volviera al sitio de antes para poder seguir realizando todo lo que percibía que llevaba dentro. Como sabes, ese “testamento”, metido entre sus papeles privados, no se conoció hasta después de su muerte.
Beethoven se confiesa contrariado por la distancia existente entre la imagen social que tenía de hombre malhumorado, testarudo y misántropo, y su sentimiento de bondad (“temperamento ardiente y vivo”) y su voluntad de realizar acciones generosas. Achaca todo a la enfermedad le lleva a aislarse, vivir en soledad, “al borde de la desesperación”, atormentado por la dolencia del órgano sensorial que más necesita para su dedicación artística. Pero también afirma, como compensación, que “solo el arte me sostuvo, ah, parecía imposible dejar el mundo hasta haber producido todo lo que yo sentía que estaba llamado a producir”.
¿Por qué Heiligenstadt ahora y aquí? Porque de algún modo define algunas de mis pautas y mis emociones. Vivo al día en su sentido más concreto y directo: recuerdo otros tiempos en que planificaba como lo más natural del mundo el próximo veraneo o un viaje a dos años vista. Vivo al día, al minuto, al instante. Es lo que me da fuerza suficiente, pues sé que mis energías huyen si pienso al medio o largo plazo, me siento entonces aplanado, agotado. Es ese carpe diem, ese vivir cada mañana y cada tarde y cada noche por sí mismas lo que me posibilita continuar adelante. Mi estancia cada mañana en el portal de la Consejera la imagino como una caja en cuyo interior hay cuatro quesitos (cada quesito/treinta minutos). Me aferro con uñas y dientes a estar allí quesito a quesito. Eso me da vigor. Eso hace posible continuar. Eso me hace diferente de la mayoría de quienes me rodean, pues parecen vivir, por un lado, como si en su bolsillo tuvieran cordilleras y cordilleras de días y meses y años a su disposición, y por otro, como si hubiese tiempo de sobra para que la cosas se fuesen arreglando por sí solas, como si existiese algún taumaturgo que las arreglase, pues en el fondo, lo admitan o no lo admitan, lo que acontece, especialmente a los más desfavorecidos, les concierne personalmente poco o bien poco.
El viernes por la tarde me lo pasé muy bien. Mis sentimientos eran básicamente de agradecimiento y de cariño. Allí había gente a la que quiero entrañablemente. Pero al mismo tiempo mi ánimo descansaba lejos, a la luz de un viejo candelabro, sentado en un polvoriento sillón, en Heiligensatadt, diciéndome que no soy “admirable, ni un “referente” ni otras muchas cosas que me habían estado diciendo aquella tarde con su mejor buena voluntad muchos amigos y amigas. Algun@s tienen la suerte de trabajar, otr@s están jubilad@s, otr@s sobreviven como pueden. Allí, sentado en mi sillón de Heiligenstadt me preguntaba: ¿por qué no en el portal de la Consejera, o en cualquier otro portal, institución u organismo de la Administración?
Suelo decir que la casa no necesita reformas, sino que se está quemando en un voraz incendio: pensiones, sanidad, becas, tasas, ratios, dependencia, aborto, represión policial…. Es difícil darse cuenta de ello si cada vez tu nariz se topa con el confortable árbol de una casa con luz, calefacción y electrodomésticos que parecen eximir de ver el bosque. Pero la casa se quema, está en pleno incendio.
Beethoven escribió en plena pesadumbre su testamento de Heiligenstadt, pero supo sobreponerse a las dificultades. Desde 1802, fecha en que escribió el Testamento, hasta su muerte en 1827, nos fue regalando gran parte de su grandiosa obra; entre otras, seis sinfonías (las n.º 3, 4, 5, 6, 7, 8 y 9), los últimos tres conciertos para piano, el Triple concierto y el Concierto para violín, cinco cuartetos de cuerda (n.º 7 al 11), varias sonatas para piano (incluyendo las sonatas Claro de luna, Waldstein y Appassionata), la Sonata Kreutzer para violín, su única ópera, Fidelio, la Missa Solemnis, los cinco últimos cuartetos de cuerda (incluyendo la Grosse fugue) y las cinco últimas sonatas para piano…
Hago lo que debo, esa es mi fuerza. Para recuperarla, he de entrar en mi interior, templar bien las cuerdas de lo que puedo y lo que quiero, equilibrar mi espíritu, tonificar mi identidad. Después, los otros y sus entornos se abren ante mis ojos y quedo esperanzado de que cada jornada se vayan sumando más y más personas a la lucha por su propia dignidad y su propia libertad, que nunca será completa mientras haya una persona a su alrededor sin dignidad, sin trabajo, sin recursos suficientes para vivir, sin libertad, sin una escuela pública, laica y de calidad.
Nada temo porque nada puedo perder. Esa es la gran arma que aún tenemos la ciudadanía: no tener miedo alguno de los que pretenden atemorizarnos. Decir alto y claro por qué y para qué vivimos cada día de cada año. Ni más ni menos esas fueron las impresiones básicas de ese viernes, 13 de diciembre de 2013.