No se sabe quién ha dicho a los guionistas de comedias que un gag con muerto es siempre infalible, o que conviene que muera cuanto antes para provocar la primera carcajada, aunque luego no sepan qué hacer con el cadáver durante el resto de la narración y lo olviden durante más de una hora de proyección.

Es un 31 de diciembre, la tarde del día que acaba el año. En una estación de Barcelona, Rossy de Palma, disfrazada de azafata, ha controlado la entrada de viajeros en un Ave que viaja hacia Madrid. Algo más tarde, en pleno trayecto, el tren se detiene sin que se consiga averiguar la causa en un paraje desolado y solitario. Incomunicados por un temporal de viento y nieve, personal y viajeros empezarán a vivir unas horas en las que se mezclan angustia, tragedia y situaciones chuscas…
Y aquí es donde se muere el tipo, cuando su mujer decide empezar a confesarse con el cadáver, cuando el revisor decide convertirse en el héroe del vagón y cuando una abogada alcohólica ahoga su soledad en un número imposible de vasos de whisky (si alguien bebiera realmente todo lo que vemos tragar a Tony Acosta caería sin remedio en coma)… todo muy previsible, todo mil veces visto y, sinceramente, más triste que cómico. Nada que ver con Asesinato en el Orient Express, que eso sí era una película de tren.



