¡Imperialistas! ¡Fuera las manos de la bomba antes de que os la tiremos en la cara!
Recuerdo haber descubierto esta extravagante pancarta en la década de los 60, durante un desfile del 1 de mayo celebrado en la capital de un opulento país europeo. La llevaba un viejo sindicalista, hombre rudo y un tanto sectario.
Al recordarle que su organización era partidaria de la paz, de la convivencia pacífica entre los pueblos, contestó:
Sí, compañero. Pero mi Gobierno me ha privado de mis derechos cívicos; alegan que soy un traidor a la Patria por haber participado en la Guerra Civil española.
¿Traidor a la Patria?
No olvide; estamos en plena Guerra Fría.
Comprendí que para el autor del estrafalario mensaje la guerra, el enfrentamiento entre el bien y el mal, no había terminado.
En realidad, la Guerra Fría comenzó pocos meses después del final de la Segunda Guerra Mundial. Según los politólogos anglosajones, se trataba de la continuación del enfrentamiento entre la democracia occidental y el totalitarismo soviético. El proyecto se gestó durante los años 40, coincidiendo con el esfuerzo bélico de las potencias aliadas: Estados Unidos, el Reino Unido y la URSS.
Las zonas de influencia establecidas en febrero de 1945 en la conferencia de Yalta eran ficticias; el país de los soviets tenía de desaparecer. Lo sabían el británico Churchill y el norteamericano Roosevelt al acudir a la cita con Stalin. El propio dictador ruso sospechaba de la aparente buena fe de sus aliados. Sin embargo, a la hora de repartirse el mundo, las reticencias se desvanecen. Los futuros exsocios estaban satisfechos; los tres abandonaron Yalta llevándose la parte de pastel que les correspondía.
Mas los acuerdos de Yalta fueron criticados por los congresistas norteamericanos tras la muerte de Roosevelt. Los políticos de Washington acusaron al Reino Unido y la URSS de no haber establecido un mecanismo de control internacional de los territorios europeos administrados por Moscú. Dos años más tarde, Winston Churchill entonó la mea culpa al anunciar solemnemente que un telón de acero dividía el Viejo Continente. La Guerra Fría estaba servida; con todos sus ingredientes.
El que esto escribe tuvo la suerte – o la desgracia – de vivir aquellos años en ambos lados del telón. Fue una experiencia kafkiana, cuyo común denominador era la palabra enemigo. Cruzar el telón por alguna de sus grietas suponía forzosamente pasarse al enemigo. Para la policía de fronteras de Europa oriental, del otro lado de los confines sólo se hallaban espías americanos, belicistas, imperialistas. Sus homólogos del llamado mundo libre imaginaban que los (pocos) viajeros que se dirigían hacia el Este eran agentes de Moscú, comunistas o, pura y simplemente, rojos. Sea como fuere, la mera acción de abandonar – incluso provisionalmente – uno de los bienquistos paraísos equivalía a una temeridad, cuando no a una traición.
Pero hacía falta más, mucho más, para lograr la cohesión de los pobladores de ambos bloques. El primer ensayo nuclear ruso de 1949 se convirtió en el pretexto ideal para crear el imaginario de temor al holocausto. Cierto es que los Estados Unidos habían experimentado sus artefactos atómicos en Hiroshima y Nagasaki, descubriendo el terrorífico efecto del armamento nuclear, pero la perspectiva de codearse con Rusia en este club de la muerte… ¡con los rusos!
La BOMBA se convirtió, pues, en el fantasma de la primera etapa de la Guerra Fría. El inminente peligro del ataque atómico creó la psicosis necesaria para reforzar el maléfico espectro de la destrucción global. Fue ésta una época dorada para los fabricantes de refugios antinucleares y las empresas productoras de conservas de larga duración inscritas en las listas de avituallamiento imprescindible para la supervivencia en caso de conflicto atómico. La visita al refugio del amigo formaba parte del ritual de las relaciones sociales impuesto por la bomba.
En los años 60, cuando se acuñó por vez primera la expresión coexistencia pacífica, el término provocó un desconcierto general. ¿Coexistir con el enemigo? ¡Qué disparate! Sin embargo, la maratónica conferencia sobre la Cooperación y la Seguridad en Europa, que establecía nuevas normas de conducta entre los Estados del Viejo Continente, logró cambiar la fisionomía de las relaciones entre los dos bloques. Ficticio o real, el parte de defunción de la Guerra Fría se firmó en Helsinki el 1 de agosto de 1975.
Ficticio o real… En la capital finlandesa sucedió algo muy parecido al incidente de Yalta. Al abandonar el Centro de Conferencias tras la firma del supuestamente histórico acuerdo, un joven diplomático holandés comentó en voz baja: Ahora empieza el desarme ideológico del comunismo. No se equivocaba: el proceso llevó al desmantelamiento de los principales feudos del Kremlin, el Pacto de Varsovia y el COMECON, la caída del Muro de Berlín, la desintegración de la propia URSS y la expansión de la Alianza Atlántica hasta los confines de Rusia.
Un rápido repaso de la situación en el mundo actual nos permite hallar paralelismos y similitudes con el período de la Guerra Fría. No, la consagración de los Estados Unidos como única gran potencia mundial tras el fracaso diplomático de Mijaíl Gorbachov de 1990 no supuso el final de la Historia pomposamente anunciado por Francis Fukuyama. Ni el catastrófico fin del mundo, pregonado por los detractores de la cuasi laica etapa de progreso económico y social iniciada a mediados del siglo 19. El fin del mundo será, muy probablemente, como lo señala el francés Michel Maffesoli, miembro de la Academia Europea de Ciencia y Artes, el fin de los mundos carentes de espiritualidad de la ciencia y la gobernanza surgidos en los dos últimos siglos.
Las reformas urgen. Pero el camino hacia el indispensable cambio social tropieza, una vez más, con… la BOMBA. Esta vez, no se trata de un artefacto imaginario, sino de un peligro real. Si bien los beligerantes del siglo XXI han escogido un terreno neutral – la guerra de Putin, de la OTAN, de Soros, de Biden – se libra en un territorio cuidadosamente escogido por los autores del perverso guion del desarme y derribo del comunismo. Curiosamente, los protagonistas de esta triste mascarada moderna interpretan los papeles de personajes históricos conocidos: Stalin, Hitler, Churchill, Roosevelt, Chamberlain, Molotov, Ribbentrop… Escoja su paladín, estimado lector, y póngale nombre.
Y no olvide que, en el caso de la guerra de Putin, eufemismo fabricado por los servicios de inteligencia o de intoxicación anglosajones, las sanciones económicas decretadas por Occidente han tenido un efecto boomerang. En pocas palabras, Europa ha conseguido dispararse en los pies. La bomba, esta carga de dinamita que maneja a su guisa nuestra inexperta y desaprensiva clase política, podría destallar en cualquier momento. Es algo que los ilusos, los globalistas y los buenistas prefieren descartar, olvidando que el peligro del holocausto nuclear no desaparece con un simple clic en la pantalla de un videojuego.
Esta vez, la Bomba es real; la Bomba mata. Lo pudimos comprobar estos últimos meses en Ucrania, en Crimea y también…en Moscú.
El autor de este texto se supera a sí mismo. ¿Se trata de sostener la propaganda que surge en las fábricas de «trolls» de San Petersburgo y Moscú? No lo sabemos, aunque sí que esas fábricas de bulos y mentiras no desmerecen, claro, las fabricaciones de Londres y Washington. Las mejoran, eso sí, por su fina capacidad de penetración en las redes sociales planetarias. Sabemos que obstaculizan, si no impiden, pensar con independencia de criterio. ¿Pueden ser las intoxicaciones moralmente neutras? Parece difícil. Pero las del Kremlin, por supuesto, tampoco.
Casi al final de su artículo, Mac Liman utiliza una cita de autoridad. Menciona al pensador “ francés Michel Maffesoli, miembro de la Academia Europea de Ciencia y Artes”. ¿Quién es ese buen hombre?
Se trata de un polémico intelectual inspirador de Sarkozy, ampliamente discutido en los círculos académicos de Francia. Sus méritos y adquisición de puestos universitarios, sus tesis, su pensamiento disperso, han sido muy discutidos desde hace años…
Pero para el autor de este artículo, Maffesoli parece dotado de autoridad mayor frente a los centenares de sociólogos e intelectuales franceses que se han opuesto a su defensa de tesis de la astrología o a su descripción desestructurada “de las tribus” propias las sociedades modernas.
Su prestigio es tal que cuando se enfrentó al escritor Amin Maalouf por un puesto en la Acadamia Francesa… Maffesoli no obtuvo ni un solo voto. Cero votos a su favor.
La retórica de Maffesoli, como quizá la de Mac Liman, demoniza siempre a los enemigos de Putin. Esta vez, convierte a Roosevelt y Churchill en perversos puros (seguramente, sí, lleva algo de razón). En realidad se trata únicamente de dejar a Stalin el papel de estadista engañado o que duda (“sospechaba de la aparente buena fe de sus aliados”).
Lo que llama el “desarme ideológico del comunismo” no empezó en Helsinki en 1975, como sugiere, sino con las hambrunas en amplios territorios de la URSS (especialmente en Ucrania), con las deportaciones de naciones y pueblos enteros, con las crueldades descritas por Isaac Bábel, con las purgas y ejecuciones de revolucionarios honestos, con el monopolio del poder ejercido por Stalin… el dubitativo (Mac Liman lo describe así).
En estos días quizá es altamente recomendable releer la obra escrita por Emmanuel Carrère titulada LIMONOV. No se sabe muy bien si es novela o biografía, pero entenderán mejor el barrullo ideológico que representa el pensamiento nacional-bolchevique que se nos viene encima, desde más allá de Ucrania.
Un pensamiento que cuenta con brigadas de intermediarios occidentales que se llaman Steve Bannon, Le Pen, Salvini, Orbán, Abascal, etcétera. No hace falta reiterar cómo se llama históricamente el invento. Porque parece nuevo, pero no lo es. Atentos al siguiente capítulo.