Corría el año 1850. Cerca de San José del Morro, San Luis, Argentina, conocido fortín con posta en el camino de Buenos Aires a las provincias de Cuyo, vivía la joven Tiburcia Escudero con sus padres y cuatro hermanos menores. Ella misma nos cuenta qué sucedió ese día:
“Yo tenía entonces 20 años. Era una hermosa mañana de noviembre y estaba haciendo cuajada en dos grandes ollas de hierro junto con mi mamá. De pronto, sentimos tal tropel como si el cerro se viniera abajo. Salí corriendo al patio y vi que, rodeando casi toda la casa, había como doscientos indios gritando: “¡Matando huinca (cristiano)!”.
Solo atiné a decir: “Dios me salve” y disparé para el lado de la barranca. No había corrido ni cincuenta metros cuando un indio me agarró de las trenzas y me levantó en el aire. Me puso atravesada sobre la cruz del caballo mientras gritaba: “No escapando cristiana, Cristiana linda, no matando, llevando toldo”.
Volvimos al patio, donde otros indios estaban bajando de los caballos, dando vuelta todo lo que teníamos y robando, en ese malón llevaron mucha hacienda de la zona.
De regreso a las tolderías, saquearon como tres viviendas más, robando y matando. En algunas mataron niñitos que todavía no caminaban. Tres o cuatro bárbaros los tiraban para arriba, como a juguetes, mientra decían: “Ensartando piche-botón” (niños) y los clavaban con la lanza.
A mi me ataron de pie y mano con sogas de las boleadoras duras; el primer día ya me habían sangrado las muñecas y los tobillos. La güelta era una carrera desenfrenada; tardamos tres días hasta llegar a las tolderías. En el viaje sólo me daban un poco de carne cruda de potro, que yo no podía pasar, y algunos tragos de agua. El que me llevaba decía: “Cacique disponiendo de mujer blanca”.
Llegando a las tolderías me entregaron al cacique y este dijo: “Ser mía mujer blanca. Llamando chinas y entregando”.
Terminada la fiesta con que se celebró el regreso del malón, Tiburcia fue llevada a una cama de un hedor insoportable, hecha de palos y cueros: “Yo pataleaba, gritaba y mordía; me resistí como pude y no me pudieron someter. Esa noche el cacique gritaba, medio borracho: “Brava mujer huinca, amansando mujer blanca”. Me sacaron afuera las chinas, me ataron de pies y manos en otro palo y me dieron tal paliza que lo último que me acuerdo es que quedé colgada de los tientos que me sujetaban”.
Después de dos días sin agua ni comida, sangrando por sus heridas, vencida por las penurias y el sufrimiento, Tiburcia se resignó, no sólo a complacer los lujuriosos deseos del indio, sino también a realizar los más duros trabajos.“Traía leña, me cargaban como a un animal, me pegaban con ramas espinudas. Lo mismo hacían con otras cautivas.”
Durante los siglos XVIII y XIX en el Río de la Plata, el rapto de mujeres blancas por parte de los indios pampas se había convertido en el último desafío a quienes les habían despojado de sus tierras, su libertad y su estilo de vida. El ranquel le robaba así al blanco su más preciada pertenencia, la mujer.
Ese mestizaje violento, en el que se engendraba nueva vida mediante violaciones, y que había sido iniciado por los conquistadores españoles, que sometían a las mujeres indias contra su voluntad, fue el que generó al ‘gaucho’(ó guacho), palabra que en quechua significa “sin padre ni madre”.
Los malones, verdaderas incursiones depredadoras de los indios pampas en las tierras de frontera colonizadas por los blancos, se sufrieron casi hasta el final del siglo XIX y las mujeres de origen europeo vivían aterrorizadas ante su sola mención.
El botín del malón era, claro está, el ganado de las estancias, pero sobre todo mujeres (especialmente si eran rubias y de ojos azules), aunque también raptaban a niños y a algunos hombres, a los que esclavizaban.
Preguntado un ranquel, cierta vez, del por qué de esa debilidad de los indios por las mujeres cristianas, exclamó sonriendo: “Mujer huinca, mucho fino, mucho lindo”…
El escritor Lucio V. Mansilla, quien en su libro Excursión a los indios ranqueles narró sus experiencias en las tolderías indias durante un viaje en 1870 para firmar un tratado de paz, explicaba: “Cuando el indio se cansa, o tiene necesidad, o se le antoja, vende o regala su cautiva a quien quiere. Sucediendo ésto, ella entra en un nuevo período de sufrimientos, hasta que el tiempo o la muerte ponen término a sus males”.
En ocasiones, las tribus accedían a entregar aquellos cautivos cuyas familias pagaran un rescate jugoso. En 1779, por ejemplo, se liberó a una cautiva a cambio de tres mantas de una bayeta, sombreros, lomillos, estribos, espuelas, un pellón de sal, tres ponchos, cinco caballos y cincuenta yeguas.
Las damas de la sociedad porteña solían reunir fondos con el fin de rescatar a algunas desgraciadas…
Muchas de éstas prefirieron no regresar a la civilización. Unas, por amor a sus hijos de color cobrizo, que no tendrían cabida en la sociedad cristiana. Otras, por vergüenza de enfrentarse a las murmuraciones. La mayoría, por haber llegado a amar la libertad de las grandes planicies desiertas barridas por los fuertes vientos. Y, también, por haberse vuelto ellas mismas tan salvajes como sus captores. Jorge Luis Borges contaba sobre una cautiva que, años después de ser rescatada, vió sacrificar a una yegüa. No pudiendo resistir el impulso, corrió a pegar su boca sobre la herida abierta para tragar la sangre tibia que manaba, tal como lo había hecho en ‘Tierra Adentro’…
¿Cómo termina la historia de Tiburcia? Según su estoico relato al maestro Humberto Silvera en 1924, intentó escapar en varias ocasiones, sufriendo por ello terribles palizas. Después de la tercera huída recibió el peor de los castigos reservados para ese delito: le desollaron las plantas de los pies. Tardó semanas (en las que tuvo que arrastrarse) hasta que pudo por fin ponerse de pie. También pasaron meses hasta que logró volver a caminar y casi un año en recuperarse del todo.
Pero volvió a intentarlo: esta vez se llevó tres de los mejores caballos del cacique, provisiones y mantas. Galopó día y noche bajo la nieve (que borraba sus huellas) hasta llegar a la frontera, donde la encontraron tres camperos.
Me entregaron al comandante del fortín del Morro… Me llevaron a mi casa después de casi cuatro años de penurias… Me anoticié de que a mi madre la habían matado los infieles cuando trataba de defenderme y que mis hermanos se habían escondido en un hueco de barranca y se habían salvado porque los indios no los habían visto. Mi tata estaba muy viejito y enfermo; a los demás niños casi no los conocía, ni ellos a mí, así fueron las suplicas que yo pasé en ese infierno que llaman toldería .”
Tiburcia, esta heroica superviviente, se casó, tiempo después de su huída de territorio ranquel, con un paisano apellidado Alaniz, aunque no tuvieron descendencia. Vivió una existencia dura y provechosa, hasta fallecer a los 104 años en 1931.
Enterrada en el cementerio de San José del Morro bajo una cruz de hierro, en la sencilla lápida todavía hoy, 83 años después, puede leerse claramente su nombre “Tiburcia Escudero, q.e.p.d.”, que sobrevive milagrosamente al paso del tiempo. Como su extraordinaria historia…