La caza es una reflexión implacable sobre el poder del rumor y lo fácilmente influenciable que es la opinión pública
A punto de acabar el siglo pasado, en 1998, el cineasta danés Thomas Vinterberg (1969) llenaba las salas cinematográficas de todo el mundo con Celebración (Festen), que después se conocería como “la primera película del movimiento Dogma95 (que fundó junto con Lars von Trier)”, en la que narraba la historia de un patriarca incestuoso y pederasta. Catorce años y seis películas más tarde, Vinterberg vuelve a aquella preocupación de sus inicios con La caza: en este caso se trata de la caza de brujas que todo un pacífico pueblo danés lleva a cabo contra un hombre, maestro de guardería, acusado falsamente por una niña, hija de su mujer amigo, de exhibicionismo y abuso sexual. Lección de cómo una mentira puede acabar con la reputación, y casi con la vida, de un inocente.
Tras un divorcio difícil, Lucas, de cuarenta años, ha conocido a otra mujer, tiene un nuevo trabajo y se dispone a reconstruir la relación con Marcus, su hijo adolescente. Pero algo va mal. Un detalle. Un comentario inocente. Una mentira fortuita. La nieve comienza a caer, las luces navideñas se encienden y la mentira se propaga como un virus. La sorpresa y la desconfianza crecen hasta alcanzar proporciones inimaginables, y la pequeña comunidad se sume en un estado de histeria colectiva.
La niña ha fabricado la historia a partir de las conversaciones escuchadas entre su hermano adolescente y un amigo, y el espectador conoce desde el principio la inocencia del protagonista –lo que, evidentemente, crea una fuerte empatía-, magistralmente interpretado por un actor dotado de enorme magnetismo, Mads Mikkelsen (el malo de Casino Royal), Premio al Mejor Actor en el Festival de Cannes 2012.
En su regreso a las raíces –los cadáveres en el armario de la tranquila burguesía danesa-, Vinterberg ha escrito el guión de La caza a partir de una serie de historias sobre las fantasías de los niños y “los recuerdos reprimidos”, transmitidas por un psicólogo infantil que acudió a visitarle tras el estreno de Celebración y le entregó un puñado de papeles con apuntes, a los que el realizador no prestó atención hasta que, una década más tarde, necesitaba recurrir a un experto y volvió a establecer contacto con él. El especialista le explicó su teoría: “el pensamiento es un virus”.
Con todo eso ha construido una historia, a la manera del thriller melodramático clásico, que cuenta con buena parte de los clichés habituales de las sociedades nórdicas: el grupo de amigos que se pasa bebiendo cuando se reúne, especialmente en fines de semana y momentos espaciales, como partidas de caza, navidades y fiestas familiares; el sentido ecológico de la vida de las buenas colectividades socialdemócratas, la honestidad manifiesta de una gente que está educada para cumplir siempre con su deber y el valor inestimable y sagrado que tiene la palabra de un niño, capaz de cambiar los sentimientos de amistad y solidaridad de todo un pueblo por los de desprecio y odio al presunto transgresor; en efecto, el pensamiento es un virus y una vez que cobra cuerpo, que se instala en las mentes, empieza a extenderse, a transmitirse, a contagiarse, y resulta difícil combatirlo. Cuando la niña de La caza decide dar marcha atrás, y confiesa que todo fue una tontería que se inventó, nadie la cree: la directora de la guardería, sus padres, los demás padres del pueblo y hasta el dueño del supermercado manifiestan todo el aborrecimiento que sienten contra el “pervertido”, llegando incluso a la agresión física.
En un momento histórico como el actual, cuando los asuntos de pederastia van saliendo a la luz con cuentagotas, cuando el “caso Outreau” ha llenado durante años las portadas de la prensa europea con la pesadilla vivida por Alain Marécaux, detenido en 2001 junto a su mujer y otras doce personas, acusados todo de haber violado a niños que ni siquiera conocían y puestos en libertad cinco años más tarde “víctimas de un error judicial”, la historia que cuenta película La caza –que se estrena en España el 19 de abril de 2013- es no solo pertinente, puede ocurrir y de hecho ocurre.
Me alegro mucho que esta película aborde este tema.
Los abusos sexuales con quien sea y especialmente con menores, la pederastía y la pedofilia, es claro que existen y algo que todos debemos castigar y perseguir.
Pero también, hay que tener cuidado con las paranoias colectivas y las «cacerías de brujas», de ver y sentir lo que se quiere ver y sentir y no ver y sentir lo que realmente es. Gestos inocentes o antes considerados normales, en un ambiente de sicosis colectiva, se transfiguran en perversidad.
En la idiosincracia chilena, cuando en la sociedad común y corriente, un hombre es acusado o señalado ante otros de abusador o acosador sexual, el acusador (ra) parte con inmensa ventaja pues quienes escuchan la denuncia suponen de inmediato que el acusado es culpable y, entonces, se investiga no para establecer la verdad de hechos, sino que para «rematarlo». Y eso cuando se investiga, en otros casos, simplemente se excluye o se despide al «imputado» con cualquier otro pretexto que oculta el motivo principal.
Conozco una colega periodista que cuando tenía cualquier conflicto con un colega, le amenazaba directamente con acusarlo de intenciones sexuales, y ella confesaba abiertamente su método ante personas de confianza. De esa forma, obtenía ventajas o sacaba del camino a quien consideraba una molestia. Eso es posible cuando en la mentalidad colectiva, se parte del supuesto que a quien «apuntan con el dedo» en lo sexual, ya lo es solo por eso.
Lo que mencionó es del mundo «civil», porque otro ámbito es el de sistemas cerrados como los que hoy se relacionan en una institución como la Iglesia Católica Apostólica y Romana, donde parece que es la víctima a la cual no le creen.