El realizador mexicano Guillermo del Toro ha vuelto, con «La cumbre escarlata» (Crimson Peak), a sus raíces artísticas, sus primeros amores artísticos, esos mundos poblados por lugares y criaturas extraños de sus lecturas infantiles. En la línea, aunque peor, de «El laberinto del fauno» y «El espinazo del diablo», «La cumbre escarlata» es un cuento gótico romántico, de enorme belleza formal.
“Crecí –dice del Toro- en ese romanticismo con acentos góticos. La primera película que vi, a los cuatro años, fue «Cumbres borrascosas», con Laurence Olivier. También leí Jane Eyre siendo muy joven”.
«La cumbre escarlata», que recupera un género que tuvo su edad de oro entre los años 1940 y 1950, sitúa la intriga en los comienzos del siglo XX, en la ciudad de Buffalo, estado de Nueva York, donde la joven Edith (Mia Wasikowska, Jane Eyre, Alicia en el país de las maravillas), hija de un acaudalado industrial que se prepara para publicar su primera novela, recibe visitas del fantasma de su difunta madre, quien le previene: “Ten cuidado con Crimson Peak”. Ese nombre, que en principio no le dice nada, resulta ser la residencia inglesa de Alan (Tom Hiddlestyon, The Avvengers, Thor), un seductor y misterioso inglés que se encuentra en Estados Unidos buscando hacer un matrimonio de conveniencia, para financiar una máquina que ha inventado, vigilado estrechamente, a ambos lados del charco, por su hermana Lucille (Jessica Chastain, personaje muy a la manera de madrastra de Blanca Nieves, Zero Dark Thirty, La noche más oscura). Asesinado el padre de Edith, la joven y Alan se casan, cruzan el Atlántico y se instalan en la mansión inglesa donde han vivido siempre solos los hermanos, huérfanos desde muy niños.
La escenografía y los decorados juegan un importantísimo papel en este melodrama de fríos intensos, erotismo, malos y buenos, amores e incestos, escoltados noche y día por un desfile de los fantasmas de las muchas personas -mujeres- que han sido asesinadas en esa mansión de barandillas y escaleras de madera, candelabros y cornucopias, sótanos misteriosos y buhardillas con un enorme agujero desde el que se toca un cielo siempre atiborrado de nubarrones que descarga sus copos impenitentes en el interior de la casa: “El gótico sentimental necesita un cierto nivel de lirismo o de exageración. Me gusta la imaginería del horror, pero no sus mecanismos. Me niego, por ejemplo, a utilizar la noción judeocristiana del mal. Mis fantasmas son tristes y nunca malos”.
Los fantasmas no son malos, pero sí horribles. El mal está en el aire. Los malos son los hombres, y las mujeres de rostro pálido y ropa negra -la pareja británica- mientras que los vestidos de la víctima, la americana Edith, son claros y casi siempre blancos. Personajes que conviven con ruinas nevadas, puertas chirriantes, ruidos extraños, insectos moribundos, un perro misteriosamente aparecido que corre tras una pelota roja en escenarios teñidos del rojo de la sangre y la arcilla del terreno, colores casi alucinantes, música angustiosa: novela gótica y cine de horror en una historia que tiene a las mujeres como protagonistas y algunos momentos de violencia extrema.