No quiero dejar pasar estas fechas santas de la apostólica religión católica sin hacer al menos un breve comentario a la imagen que acompaña estas líneas, ajena a los jerarcas de esa misma religión que ensalza la pasión y muerte de Cristo, libertador de los humildes.
Desde el día en que un inmigrante ilegal se subió a una de las farolas de la valla de Melilla y se negó a bajar hasta que la extenuación redujo su resistencia y no tuvo más remedio, en nuestras fronteras del sur se está escribiendo una página trascendente y sumamente dramática que formará parte de las muchas que colman la historia de la infamia en Europa.
Los compañeros de miseria del inmigrante de la farola se han apercibido del valor mediático de esas imágenes como testimonio de un mundo en flagrante desequilibrio. No sé en qué parará la reiteración de tal muestrario deshumanizado día tras día, pero es para sentir mucha vergüenza del mundo del que formamos parte, cuyo mayor problema ahora no será paliar -como no lo ha sido nunca- la injusticia global que ha provocado y está provocando eso, sino evitar la repetición de esas imágenes, ilustrativas del depauperado bagaje de nuestra sensibilidad ante la miseria subsahariana.
Puede que para librarnos de esa descarnada imaginería se acometan nuevos impedimentos que hagan más altas las vallas o más sangrantes las cuchillas que hieran a los perseguidos por la enfermedad, el hambre y la muerte. Pero mucho me temo que por altos que sean los muros, más alta puede ser la desesperación que rebosa al otro lado del gran desierto y que cotidianamente se estampa contra nuestras conciencias, prendida de esas alambradas, como un permanente oleaje humano armado de grito y sed de vida.
Me pregunto si así como se gestan en la naturaleza maltratada por la codicia humana los arrasadores tsunamis, esa humanidad depauperada de más al sur podrá llegar un día a generar el suyo propio contra las murallas de nuestro mundo rico, que ha empobrecido el suyo.