La huida

Isabel Hernández Madrigal[1]

Muchas veces pienso en el destino, en lo que es, en lo que pudo ser. Nuestro destino no lo decidimos nosotros, apenas unos niños de tres y cinco años.

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Nos subieron a un camión junto a nuestra madre. Mi padre había huido antes de que llegaran los soldados porque según nos contó mi madre más adelante, si llegaban a detenerle, le matarían.

Ni mi hermano Pedro más pequeño que yo, ni yo mismo éramos conscientes de que en ese momento estábamos dejando nuestra casa, nuestros juguetes, nuestros amigos, nuestros abuelos, para siempre. Subimos al camión alzados por un hombre de fuertes brazos que llevaba una camisa verde remangada.

Vamos chicos, arriba, dijo. Señora sujete bien a los niños, no vayan a caerse, indicó a mi madre, que nos sentó junto a ella en el suelo en un extremo del camión.

Pedro y yo estábamos cansados, sudados, sucios. Salimos de casa con apenas tiempo para vestirnos. Mi madre corría por la casa cogiendo esto y aquello, una manta, algo de comida, una muda, ropa de invierno, una cantimplora con agua, unos papeles que al parecer eran muy importantes.

Mi abuela llegó llorando y mi abuelo la consolaba diciéndole “volverás a verlos”. Yo les miraba desde la lejanía de mis cinco años y no entendía nada. Mi hermano jugaba con un pequeño elefante de goma que se empeñó en llevarse. Yo no cogí nada. Asustado miraba a mi madre abrazar a los abuelos. La abuela Clara, con su moño blanco, le acariciaba la cara mientras le daba algo que me pareció que era dinero. El abuelo Jaime, abrazaba a Pedro y se dejaba tirar de las barbas, mientras trataba de que mi hermano soltara el elefante. Mi madre me llamó.

Carlos, ayúdame con esta bolsa que pesa poco.

Corrí hacia mi madre y en el camino me agarró por el brazo la abuela Clara.

Ven aquí campeón, me dijo, y me dio un abrazo tan fuerte que casi no podía respirar.

El abuelo, que había puesto en el suelo a Pedro, abrazaba a mamá y le decía no sé qué cosas al oído. Mamá lloraba y se secaba las lágrimas con un pañuelo blanco. Después el abuelo vino hacia mí. Me ayudó con la bolsa.

Póntela a la espalda, dijo, así la llevarás mejor.

El abuelo me colocó la bolsa en la espalda, y le dijo a mi madre que no olvidara la ropa de abrigo.

– Ahora hace calor Luisa, pero el verano pasa pronto y no sabes si donde lleguéis podrás disponer de lo necesario.

Han pasado muchos años y todavía recuerdo ese caminar hacia el camión como si lo hubiera vivido ayer mismo. Mi hermano protestando porque quería su elefante. La abuela Clara llorando apoyando la cabeza en el hombro del abuelo, que a su vez nos decía adiós con la mano y con los ojos brillantes. Mi madre con un vestido azul con lunares blancos, cargando con las bolsas, dando la mano a Pedro, que se agarraba con fuerza a su elefante y yo, con la bolsa a la espalda, diciendo adiós con la mano a los abuelos y caminando junto a mi madre y mi hermano sin decir ni una palabra.

A veces, por la noche, cuando estoy en la cama, aquella escena de la despedida acude a mi imborrable, como si no quisiera marcharse nunca de mi cabeza, y tiemblo. Aquella huida, porque eso era lo que estábamos haciendo, aunque yo no lo supiera entonces, cambió mi vida, nuestras vidas, para siempre.

  1. Relatos de Isabel Hernández Madrigal

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