Isabel Hernández Madrigal[1]
Si quieres que te diga la verdad no sé por qué asesiné a Carlos, era un buen chico y tampoco me había hecho nada tan grave como para matarle, para desear su muerte sí, pero no para matarle, no para tomarme esa molestia, porque matar, aunque en principio no lo parezca, es molesto y tiene además un montón de complicaciones, como decidir la manera de hacerlo y después qué hacer con el muerto y cómo quitárselo de encima. Me torció el día, con lo que a mí me cuesta que todo el puzzle cuadre, eso es lo que ocurrió, yo tenía un buen día, estaba animada y contenta y quedé con él en el “K más da”, el bar en el que nos conocimos.
Cuando llegué al lugar de la cita Carlos me esperaba sentado al final de la barra, le di un apasionado beso de mujer enamorada y nos dirigimos con nuestras cervezas -Carlos había pedido por los dos, es un amor de hombre, pensé- a la mesa de la esquina, el lugar de nuestro primer beso y en el que tantos besos nos habíamos dado desde entonces.
Noté a Carlos un poco nervioso, como si tuviera algo importante que decirme, alguna buena noticia, sin duda. “Este Carlos, pensé, cuándo se dará cuenta de que soy una mujer tremendamente observadora y que no se me puede ocultar nada”.
– Vamos Carlos, le animé, sé que tienes algo que decirme.
Carlos me tenía una noticia sí, lo leí en sus ojos, lástima que no pudiera leer también su pensamiento, me habría cosido la boca.
– No estoy enamorado de ti -me dijo- y te lo digo con franqueza porque siempre hemos actuado así entre nosotros.
La franqueza me cayó encima como un jarro de agua fría. “Este Carlos es tonto, pensé, de dónde se ha sacado esto de la franqueza” ¿Quién había dicho alguna vez que teníamos que ser francos el uno con el otro? Yo no recordaba ninguna conversación de ese tipo, es más, ni siquiera recordaba hacer sido franca alguna vez con Carlos.
Le miré estupefacta. ¿Cómo quería que reaccionase?, diciéndole, muchas gracias Carlos el tiempo vivido a tu lado fue el mejor de mi vida, o poniéndome a llorar como una magdalena para que, además, la última imagen que recordara de mí le hiciera pensar que dejarme era lo mejor que había hecho. No, no podía hacer nada de eso.
Mantuve el tipo, eso es lo que hice y que conste que mantener el tipo en una situación como esa es realmente difícil. Terminé la cerveza de un trago. Me salió la vena educada y humanitaria. Le agradecí su maldita y franca noticia y me ofrecí a llevarle a casa, él no tenía coche, yo siempre le había hecho de taxista y “total la última vez no me costaría mucho más que las anteriores, pensé”
Me equivoqué del todo, fue ver sentado a Carlos en el asiento del copiloto y en mi cabeza empezaron a generarse cientos de ideas asesinas. No sé por qué matar a Carlos se convirtió desde ese momento en una auténtica necesidad, en una necesidad vital, era él o yo, así de sencillo. Las ideas asesinas se amontonaron en mi cabeza y desde luego, si llegan a preguntarme alguna vez nunca, jamás, en la vida, se me habría ocurrido que uno podría morir de tantas formas diferentes.
Pensé en envenenarle con cianuro. Lo había visto en muchas películas. Poco a poco, para que no pareciera un asesinato.
También pensé en quedarme a dormir esa noche en su casa con la excusa de que era la última y abrir el gas cuando Carlos durmiera como un bendito, yo me marcharía sigilosamente después y así no me descubrirían.
Me pareció mejor brindar con champán por lo que pudo haber sido y no fue y aprovechar para echarle en la bebida algún medicamento que le dormiría para luego, una vez dormido, coger una pistola y simular un suicidio.
¿Y matarle con sus fantasías sexuales? El siempre había querido probar de todo. ¿Qué tal una bolsa de plástico alrededor de la cabeza? Dicen que la falta de oxígeno aumenta el orgasmo, le diría. Caería seguro, era un temerario.
Finalmente, le vi muerto en el salón de su casa con un cuchillo clavado en el corazón y no porque a mí me guste matar que no me gusta, sino porque también vi como me abrazaba y escuché cómo me susurraba al oído ¡es una pena que no pueda quererte! Fueron sus últimas palabras, aunque ciertamente bastante desagradables.
“¿Y qué haría con el muerto? Me preguntaba, ¿Cómo podría quitármelo de encima?” Esto de no ser una asesina trae muchos quebraderos de cabeza, con tantos pensamientos casi ni vi el camión, se incorporó por la derecha, estoy segura de que se saltó el semáforo porque yo soy una mujer muy respetuosa con las normas de circulación, pero en un instante todo el puzzle volvió a cuadrar. Frené bruscamente y dejé que el lateral del camión golpease con fuerza la parte derecha de mi coche, en la que por casualidad iba sentado Carlos. Tendrías que haber visto su cara de sorpresa cuando de repente me vio abrir la puerta del coche y saltar. Murió en el acto, yo me hice alguna herida al rodar por el asfalto, pero el precio que pagué no fue muy alto si lo comparamos con el suyo. Además tuve la satisfacción del trabajo bien hecho. Todo el mundo, hasta los policías de tráfico me acompañaron en el sentimiento.
Carlos ya no puede, pero estoy segura de que si pudiera se lo pensaría dos veces antes de dar una noticia así.
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Relatos de Isabel Hernández Madrigal