Pedro A. González Moreno*
Cambian los tiempos, cambian las costumbres, pero los instintos más ruines y primarios de los hombres permanecen inalterables. Uno de los más arraigados, y quizás uno de los más tenebrosos, es el afán insaciable de posesión. Ya Fray Luis de León, desde la atalaya de sus ideales ascéticos, proclamaba en la “Oda a la vida retirada” su desprecio de las esclavitudes que acarrean el poder y la riqueza, y renegaba de las “ansias vivas y mortal cuidado” que provocan las efímeras aspiraciones mundanales. Malos tiempos corren hoy para sostener semejantes actitudes de desasimiento, inmersos como estamos en una cultura que fomenta, entre algunos otros valores equivocados, el lema materialista del vivir para tener en lugar del tener para vivir.
Voces juiciosas, no obstante, siguen alzándose de cuando en cuando contra esa actitud codiciosa que es, por desgracia, inherente a la sociedad de consumo y constituye el sentido y la razón de ser del sistema capitalista. Afirma Fernando Savater en su Política para Amador que “cada necesidad satisfecha no produce sólo alivio y reposo, sino también inquietud, afán de más y mejor”. Tal vez ello se deba en el fondo, como asegura el filósofo, a que los seres humanos no sabemos lo que queremos, pero no cabe duda de que, una vez satisfechas las necesidades básicas, el ansia de tener puede adquirir naturaleza patológica (un coche más, un piso más, un millón más…) hasta acabar derivando en una peligrosa espiral sin retorno.
El problema se agrava cuando esa “sed insaciable”, de la que hablaba el poeta, sólo consigue aplacarse recurriendo a métodos y comportamientos delictivos. Basta echar una ojeada a la prensa de los últimos años (o peor aún, a la de los últimos días) para comprobar que la nueva situación política y socioeconómica derivada de la Transición española, había de traernos, entre algunos otros desengaños, un par de generaciones entre las que han proliferado numerosos especímenes cuya ideología (camuflada bajo unos u otros signos partidistas) parece no haber sido otra que la del dinero. Especímenes singularmente arribistas y depredadores que, enarbolando las siglas de unos u otros partidos, y bajo el pretexto de construir un proyecto colectivo, durante mucho tiempo no han hecho sino alimentar sus ambiciones personales de poder y riqueza.
Trincar comisiones, evadir impuestos, amasar fortunas… Mientras la gran masa social andaba entretenida en sus cosas, pagando sus hipotecas y cumpliendo con sus deberes fiscales, he aquí el gran hobby al que durante las últimas décadas se han entregado muchos de los pertenecientes a las élites, instaladas vitaliciamente en los entresijos más visibles o más oscuros del poder.
Recordando el título de aquella conocida obra de Francisco de Rojas Zorrilla, “del rey abajo, ninguno” está libre de sospecha (incluidos los allegados a la monarquía). Desde honorables presidentes autonómicos hasta los más vocingleros sindicalistas, desde empresarios y altos consejeros de la banca a constructores y tesoreros de partido, desde los más facinerosos alcaldes a los más aguerridos líderes mineros, muy pocos se han librado de esa maligna tentación de utilizar sus cargos para enriquecerse; pocos han logrado resistirse a esa insana ambición que parece instalada como un mal endémico en nuestros tejidos sociales o quién sabe si también en nuestro inconsciente colectivo.
El mítico sueño ibérico de El Dorado ha vuelto a reencarnarse hoy por estos pagos, con la gran diferencia de que aquellos buscavidas de entonces perseguían la riqueza hurgando en las entrañas de la tierra, mientras que estos buscavidas de ahora lo hacen desangrando las arcas públicas, que es una actividad más rentable y mucho más elegante. Con una perversa falta de solidaridad, el mito romántico del buen ladrón se ha invertido, y ahora los poderosos (sin necesidad de trabuco o de navaja) han abandonado los caminos para instalarse en los despachos, y decididos a dar un solemne revés a la semántica, se han reciclado y han transformado las rebeldes partidas de bandoleros en leales bandoleros de partido.
Lo “rinconetes y cortadillos” de antaño, que eran timadores de esquina y vulgares rapadores de bolsas, se han transformado en una caterva de delincuentes cum laude que ostentan título universitario y cargos públicos. Pero trocados los papeles, renovados los escenarios y cambiados los actores, el grotesco Patio de Monipodio que describió Cervantes continúa siendo el mismo, si bien aquellas esquinas controladas por las mafias locales se han convertido en feudos territoriales dirigidos por los partidos políticos, y aquellos inocentes hurtos callejeros han derivado hoy en empresas fantasmas, en tarjetas opacas, en malversaciones de fondos, en opíparas comisiones o en sutiles tramas financieras…
La nueva delincuencia viste corbata y trajes de marca, se pasea en yates y coches de lujo, tiene chófer y secretaria, y en una venganza histórica contra el bandolerismo, han pasado de ser víctimas a ser verdugos, hasta erigirse en la nueva clase dominante. Los salteadores de caminos o los rateros urbanos han abandonado el monte y el barrio para evolucionar a una casta que ha hecho de la inmoralidad y el arribismo sus armas más devastadoras. Se han enquistado en los entresijos del poder y desde allí actúan con la más absoluta impunidad, dispuestos a liquidar el estado de bienestar y a seguir agrandando el abismo de las diferencias de clase.
Dorados tiempos aquellos en los que se podía ir a la cárcel por robar una gallina, por atracar un banco o por asaltar una farmacia. Dichosos, sí, aquellos días en los que un padre tenía que robar para darles de comer a sus hijos. Hoy las cárceles se ven honradas con la presencia de inquilinos mucho más ilustres, cuyo delito jamás fue el de matar el hambre, sino más bien el de engordar avariciosamente sus cuentas corrientes. Ladrones de postín que han mermado los presupuestos públicos con el tesón y la voracidad de una carcoma corrosiva.
El pavoroso derrumbe de las Torres Gemelas, hace ya casi tres lustros, tal vez no fue azaroso. A medida que el tiempo transcurre, ese desastre va adquiriendo un aura profética de magnitud y proporciones bíblicas. Su caída anunciaba, más allá de la tragedia colectiva, el desmoronamiento de un sistema basado en las finanzas y sustentado sobre los cimientos más cenagosos del capitalismo. Quizás lo que aquellos escombros del World Trade Center proclamaban era la necesidad de instaurar un orden nuevo en el mundo.
Los innumerables casos de corrupción que últimamente van saliendo a la luz, tal vez no sean más que la punta de un siniestro iceberg que nos depara mayores sorpresas todavía. Son el resultado de aquellos tiempos de aparente prosperidad en los que, bajo una cubierta de oropel y abundancia, se ocultaba una ciénaga infestada de cocodrilos.
Decía el monje agustino, en el mismo poema que citábamos al principio: “Y mientras miserable-/ mente se están los otros abrasando/ con sed insaciable/ del peligroso mando,/ tendido yo a la sombra esté cantando”. Pero tal vez lo que estos tiempos requieren no es tumbarse despreocupada y estoicamente a la sombra, sino ponerse en pie, salir a la calle y atizar las hogueras de ese fuego colectivo donde deberían abrasarse las enfermizas ambiciones de tantos miserables.
- Pedro A. González Moreno es poeta, escritor.