De la primavera árabe y otras historias

En Marruecos es muy común que los nietos vivan con los abuelos

Adaia Teruel

Era un hombre muy guapo. Alto. Corpulento. De tez blanca y ojos azules. Todos a su alrededor le mostraban respeto. Nadie hacía nada sin su consentimiento. Era el patriarca. Aunque había nacido en una familia adinerada de Casablanca, nunca pudo disfrutar de las comodidades que por cuna le pertenecían. Su padre murió cuando él era un niño. Su madre se volvió a casar con el hermano del difunto. Para que la herencia se quedara en la familia. Así se hacía entonces en Marruecos. Lo que nadie podía imaginar es que el cuñado dilapidaría la fortuna dejándolos prácticamente en la miseria.

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La mano de Ammal, quien prefiere no mostrar su rostro.

Fueron años difíciles. En cuanto pudo él emigró a Francia. “No sé exactamente qué hizo cuando se fue. Creo que estaba con el ejército. —Me cuenta Amaal, quien con treinta y cuatro años, es la mayor de sus nietas. —Sólo sé que se casó y tuvo dos hijas a las que no conocemos”.

Retrocedamos. Todavía está en Francia. Un día, al llegar del trabajo, suena el teléfono. Es su hermano: “Mamá está muy enferma —le dice con voz la entrecortada— ya no se levanta de la cama”. La muerte anda cerca. Lo sabe. Lo que no sabemos nosotros es que le dice a su mujer, como se despide de sus hijas. Pero conocemos el final. Él regresa a su país y lo hace solo.

Y al hacerlo empieza a germinar en su interior la idea de recuperar las tierras de la familia. Y, poco a poco, lo consigue. No todo pero sí lo suficiente como para empezar de nuevo. Y a ello se dedica con empeño durante los próximos años. Y le va bien. Se casa. Tiene hijos. La vida continúa, hasta que el agua —o la falta de ella— se interpone en su camino. La tierra se vuelve amarilla, reseca, polvorienta. La cosecha, cada vez más reducida. No hay otra opción. Tiene que vender.

Amaal: “Eso le afectó mucho. A partir de entonces nunca más volvió a ser el mismo. Yo viví en su casa hasta cumplir los siete años. En esa época él no pasaba por su mejor momento. A pesar de eso, siempre fue muy cariñoso conmigo. Me quería mucho y yo a él”.

AT: ¿Por qué no vivías con tus padres?

A: Es algo muy común, aquí en Marruecos, que los nietos vivan con sus abuelos. Además, pienso que si se ocupó de mí fue, en cierto modo, como una manera de disculparse con su hijo. Mi padre quedó huérfano de madre cuando tenía dos añitos. Tras enviudar, mi abuelo tuvo muchas mujeres. No a la vez, una después de otra, pero fueron muchas.

AT: ¿Cuántas?

A: (Se ríe). Como catorce. Tengo un montón de tías y tíos. Cada uno de una madre distinta. Aunque en el fondo pienso que odiaba a las mujeres.

AT: ¿Por?

A: Conmigo siempre fue muy cariñoso. Me llevaba a todas partes. Al café, al trabajo, incluso le acompañé al Hammam hasta cumplir los seis años. Nunca me trató mal pero era muy severo con mis tías. Con mis tíos era diferente. Yo pienso que le venía por lo de su madre. Nunca lo superó. Igual que yo tardé mucho en superar su muerte.

Nos la podemos imaginar. La pequeña Amaal, que hace las maletas y con lágrimas recorriéndole las mejillas, se despide de sus tías y sus tíos para irse a vivir con una familia a la que prácticamente no conoce. El matrimonio —esos parientes lejanos a los que debe llamar mamá y papá—  viven con el resto de sus hijos en una sencilla casa en Khouribga, una ciudad de provincias situada a 100 kilómetros de Casablanca. Khourigba fue fundada por los franceses a principios de los años veinte al descubrir en la zona unos importantes yacimientos de fosfato. Y la convirtieron en lo que es en la actualidad, un valioso centro minero y químico. “La mayoría de la gente vive de la fábrica. Cuando yo era pequeña, la vida allí no era como en el resto del país. Recuerdo que había muchas actividades sociales, también artísticas. Y, sobretodo, deporte. Muchos deportes”.

(Y aquí hago un breve inciso. Porque esta bonita fotografía mental de la ciudad se tomó a mediados de los ochenta. Treinta años después la imagen se ha vuelto algo más borrosa y desenfocada.

El motivo: Las tensiones entre la empresa encargada de extraer los fosfatos y los trabajadores. Algunos han sido detenidos, encarcelados y finalmente despedidos por atreverse a denunciar públicamente que la compañía los somete a jornadas larguísimas, en condiciones pésimas y por un sueldo mísero. Por otro lado, la empresa  —que es la más importante del país— cuenta con total impunidad. Su director general ha sido nombrado por el mismísimo rey y sólo debe responder de sus actos ante él. Y así es como el grupo empresarial escapa del control del gobierno, mientras que Khourigba y su comarca viven en la precariedad, el desempleo, la falta de escolarización, el abandono y la marginación. Por no hablar de la contaminación de la tierra a causa de la explotación de los fosfatos. Fin del inciso).

Retomamos el hilo y la escena que nos encontramos es ésta: Una casa en una ciudad de provincias. Una niña de siete años traumatizada por la muerte de su abuelo. Unos padres con los que nunca ha convivido. Unos hermanos a los que prácticamente no conoce.

Amaal: “Sufrí un shock. Estaba tiste. No esperaba nada de nadie. No esperaba nada del mundo. Chocaba mucho con mis padres. La relación con ellos era distante. No tenía amigos. Iba de la escuela a casa y de casa a la escuela”.

AT: ¿Cómo era tu madre?

A: Mi madre era muy estricta. Educaba a sus hijos no porque fuera fundamental para ella que tuvieran estudios, sino para que la gente viera que ella era una buena madre. Es típico de la mentalidad marroquí. Hacer las cosas de cara a la galería.

AT: ¿Y tu padre?

A: Él nunca estaba en casa. Creo que es porque ellos no se querían. El suyo fue un matrimonio arreglado; otra cosa típica de Marruecos. Mi padre creció con la generación de Bob Marley, fumaba, bebía… No era un chico maduro para tener familia. No tengo muchos recuerdos de él en esa época. Ahora nuestra relación es mejor. Pero si te digo la verdad no siento amor filial por ellos. Yo quería a mi abuelo, siempre los comparaba con él y ellos siempre salían perdiendo.

Con diecisiete años Amaal dejó la casa de sus padres y volvió a Casablanca. Allí estaba la escuela donde iba a cursar sus estudios superiores. Se le daban bien las matemáticas, así que escogió la carrera de Económicas.

Fue un paso importante para mi familia el que yo me fuera a vivir sola. Costó. Pero una vez tomada la decisión ya nunca más se cuestionó”.

Durante esos años, Amaal compaginó estudios con trabajo.

Yo no les pedía dinero. Pagaba mis facturas. Eso me permitió establecer mis propias reglas y ellos las respetaron”.

Al cumplir los veinte entró a trabajar en una empresa en el área de recursos humanos.

Empecé a ascender, a tener más responsabilidades, mejor sueldo, esa fue mi verdadera escuela. La dejé después de cinco años para irme a Francia a hacer un máster. Al volver conocí al que sería mi marido”.

Él era francés. Amigo de un amigo. Estuvieron un año saliendo, otro de prometidos y pasado este tiempo se casaron. Fue una ceremonia íntima, nada tradicional, a la que sólo asistieron una veintena de personas y que celebraron en la azotea de la que iba a ser su nueva casa. Frente a la playa. La boda tuvo lugar un sábado y el lunes los dos reanudaron su trabajo con normalidad.

No era amor, sino algo más racional. Pensé: “Es un buen chico, compartimos muchos valores, con él no sufriré”. Sé que no es así como deber ser pero en ese momento me pareció la decisión correcta”.

Por aquel tiempo el mundo árabe parecía despertar de su letargo y empezó lo que los medios bautizaron como La Primavera Árabe. Amaal se unió al grupo de los que reclamaban mejoras para Marruecos.

Después de ver lo que pasaba en Túnez, Libia, Egipto… me sentía feliz. No sé porqué. No teníamos relación con la gente de esos países pero se podía sentir la libertad en el ambiente. En ese momento aquí había mucha frustración. Muchos jóvenes sin trabajo”.

Lo explicaré como se explica un guion de cine: Marruecos. 30 de enero de 2011, primeras protestas ciudadanas. Cientos de personas recorren las calles de Tánger y Fez en apoyo al pueblo egipcio y tunecino. Al día siguiente el Rey regresa al país tras unas vacaciones en un castillo que la familia real posee en Francia. 1 de febrero, dos profesores se queman a lo bonzo en protesta por su situación laboral. Cuarenta personas más lo intentan. 4 de febrero, unos diez mil jóvenes piden vía Facebook que el monarca derogue la Constitución, que tome medidas contra la corrupción y que libere a los presos de conciencia. Convocan una manifestación ciudadana para el día veinte de ese mismo mes.  12 de febrero, primera muerte por inmolación. Un joven en paro se prende fuego. 18 de febrero, el Partido Islamista se suma a la protesta. 20 de febrero, el día D. Miles de personas marchan en doce ciudades del país reclamando más democracia. A partir de entonces se los conoce con el nombre:  “Movimiento 20 de febrero”.

«Todos los jóvenes de mi generación tenemos miedo»

En lo que respecta al surgimiento del movimiento hay algo sospecho  —empieza diciéndome Amaal—. Se gestó muy deprisa y cuando tu creces en un país como Marruecos, donde no se producen cambios tan rápidos, siempre tiendes a preguntarte quien hay detrás. Entiéndeme, no digo que toda la gente que lo integraba fueran agentes del Ministerio de Interior o de la Agencia de Seguridad. No digo eso. Había personas que creían de verdad en los cambios. Pero, personalmente, cuando asistí a los primeros mítines, tuve una sensación extraña. El nivel era muy bajo. Además, la reunión se hizo en un local sindical cuando los sindicatos más importantes no nos apoyaban. No era lógico. Algo no cuadraba. Se supone que pedíamos reformas en la Constitución y allí sólo hablaban de la factura de la luz ¡No me jodas!

AT: ¿Tuviste miedo?

A: Todos los jóvenes de mi generación tenemos miedo. Nuestros padres crecieron con miedo y nos lo han traspasado a nosotros. Mira, hay un dicho en Marruecos que utilizamos mucho: “Anda cerca del muro”. Significa no preguntes. No destaques. Pasa desapercibido. Es una manera de protección tanto física como mental. Desde muy pequeño te enseñan a aceptar la fatalidad del destino, a enterrar tus sueños. Los jóvenes hemos crecido con esos complejos. Tienes muchas preguntas, nadie te da respuestas. Es frustrante.

AT: ¿Qué queda actualmente de ese movimiento?

A: Desapareció igual de rápido que había aparecido. Raro, ¿no? Hay una regla en la estrategia de guerra que dice: “Si tienes fuego aquí, haz otro nuevo allí para cambiar el curso de las llamas”. Es una estrategia de distracción. Así lo veo yo. Para mí no fue otra cosa que un modo de controlar las revueltas. Por eso, al final, decidí abandonarlo.

Amaal me cuenta como después de casarse empezó una peregrinación por distintos lugares siguiendo al que era su marido, por quien ella abandonó su prometedor trabajo. Tánger. Agadir. Catar. Nigeria. Y la India.

Cuando volví a Marruecos era una persona distinta; la experiencia me había cambiado. Todavía no lo sabía pero esto iba a ser el principio del fin”.

Amaal es una mujer alta, de pómulos marcados y una delgadez extrema. Si no supiera que es marroquí diría que ha nacido en Egipto, Etiopia o el Líbano. Viste unos tejanos desgastados y una camiseta color beige. No usa maquillaje. Su voz es cálida y pausada —parece que medite cada palabra—, apenas gesticula. En estos momentos mira su reloj y me dice que no podemos seguir conversando. “Debo volver al trabajo”. Pero todavía hay muchas cosas que me gustaría saber de ella. Así que quedamos en volver a vernos dentro de dos días. Pero no lo hacemos. Hasta en tres ocasiones ella anula nuestra cita. Intento no desesperar y me digo a mi misma que vale la pena intentarlo una vez más. No me arrepiento. La siguiente vez que nos vemos es un domingo; su día libre. Y Amaal me cita en su casa de la playa.

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Playa blanca, Tánger, Marruecos.

Son las nueve y cuarto de la mañana de un domingo de primavera. El termómetro marca veintiún grados. Me adentro en el camino lleno de baches que me llevará al acantilado. Una bandada de pájaros migratorios cruza el cielo, que hoy luce despejado. A mi lado, un par de casas abandonadas. En uno de los muros alguien ha escrito una declaración de amor: “I love you Federico”. Y no puedo evitar preguntarme si Federico sabrá que lo quieren. O peor, si habrán dejado de quererlo. Normalmente en agosto aquí no cabe un alfiler. Todos los marroquíes jóvenes y residentes en el extranjero vienen a bañarse en esta playa. Hoy, una mesa solitaria y tres sillas de plástico son el único recordatorio de la vida veraniega. No está el hombre del aparcamiento. Tampoco el que vende cigarrillos y chocolatinas sueltas. Ni rastro de su compañero, el del carrito con zumos de naranja. Por el retrovisor veo la figura de Amaal acercándose a paso lento. Cojo mis cosas, salgo del coche, nos damos un par de besos y la sigo diligente. Su casa está situada al final de un pequeño callejón y accedemos a ella después de subir unas escaleras empinadas y muy estrechas.

Es una vivienda pequeña pero acogedora, con unas vistas fantásticas del Mediterráneo. Amaal ha preparado el desayuno. Té y Rgaief (una torta típica marroquí que se acostumbra a comer con miel o mantequilla). —¿Dónde nos quedamos? —me pregunta después de tomar asiento en la terraza. Yo enciendo la grabadora y le contesto que hablábamos de su marido.

A: Al volver de la India a él le salió trabajo en Birmania pero a mí ya no me apetecía seguirle. Hacia tiempo que pensaba en el divorcio. Sentía que él ya no me quería. Quizás fue culpa mía. No sé puede pedir algo que tú no das.

AT: ¿Y pediste el divorcio?

A: Llegamos a un acuerdo. No nos divorciaríamos hasta que yo obtuviera mi residencia francesa, que ya estaba en trámite. Yo lo había dejado todo por él. Nadie me obligó, fue mi decisión pero él tenía parte de responsabilidad, así que aceptó ayudarme económicamente durante un año para que yo pudiera rehacer mi vida. Buscar una casa, encontrar trabajo…

AT: ¿Y?

A: A los cuatro meses conoció a otra, dejó de mandarme dinero, de contestar a mis llamadas y lo siguiente que supe de él fue cuando recibí la demanda de divorcio. Es tan injusto… ¿Cómo se supone que tenía que hacer yo para sobrevivir?

A pesar de tener un buen currículum, Amaal había estado fuera de Marruecos cuatro años y le resultó difícil conseguir un empleo.

Encontré este curro en la Cinemateca gracias a una amiga, que si no es la panacea al menos es un trabajo que me gusta. Me encargo de coordinar las actividades de los estudiantes. Organizamos proyecciones gratuitas para los chavales. Es muy emocionante porque a veces viajamos a lugares donde es la primera vez que los chicos ven una película en pantalla grande”.

Desde que empezó a trabajar su rutina es ésta: a las 7:00 se levanta, a las 9:30 entra a trabajar, a las 18:30 termina y hasta las 19:00 que no la recoge su novio aprovecha para rezar. Un momento. ¿Cómo? (Y es que yo, como todo hijo de vecino, también tengo mis prejuicios y como ella proyecta esa imagen de chica moderna nunca la imaginé descalza, postrada en la alfombrilla orientada hacia La Meca y recitando sus oraciones).

AT: ¿Tú rezas?

A: Soy musulmana, intento cumplir con los preceptos que dicta el Islam pero no puedo con todos (Se ríe). No bebo pero a veces me gusta fumarme un porrito. (Vuelve a reírse).  Intento compensarlo en otros aspectos. No me gusta la gente que se toma la religión para complicarse la vida. No creo que Dios nos la haya dado con ese fin.  La religión es algo personal. Es algo entre tú y Dios. El problema es que en este país la gente no hace diferencias entre su vida y la vida de los demás. Hay gente que ve a una chica con pañuelo y piensa que es mejor musulmana que yo. Pero para mí lo importante es: “¿Rezas? ¿Mientes? ¿Te portas bien con la gente? ¿Eres envidioso o agradecido?” Yo tengo mis principios. Hago lo que hago porque de verdad lo siento. La gente que juzga a los demás no está en paz con ella misma. Él único que puede juzgar es Dios.

AT: Cambiando de tema. ¿Has dicho que tienes novio?

A: (Tose, ríe, se atraganta, se recupera y, al fin, contesta). Tengo una relación algo complicada. Él es tangerino, cuatro años más joven que yo, una mujer divorciada. Según la mentalidad marroquí —que es exactamente la que tiene su madre— nunca podremos ser marido y mujer. He intentando dejarlo, no quiero perder el tiempo, pero siempre acabamos volviendo. El problema es que yo le entiendo cuando él me dice: “Te quiero como no que querido a nadie pero mi madre nunca aceptará nuestra relación.

AT: Vaya…

A: Es que volvemos a lo mismo de siempre. La gente confunde religión y tradición. Dime ¿Qué parte del Islam dice que tus padres deben escoger por ti? Eso no está en ningún sitio. De hecho, es un contrasentido. Porque nuestra religión dice que cada persona es responsable de sus actos. Entonces, si haces lo que deciden tus padres ¿quién es el responsable? ¿tú o ellos?

AT: ¿Y esto cómo se arregla?

A: (Risas). Si lo supiera… Tenemos la mala costumbre de culpar siempre al sistema pero las personas también tenemos parte de responsabilidad. Somos parte del sistema. Yo siempre digo: “Si tengo una cabeza es para utilizarla. Nadie más puede hacerlo en mi lugar”. Me han enseñado a pensar. Y a veces tomo decisiones equivocadas. Pero creo que eso forma parte del aprendizaje. El problema es que aquí estamos acostumbrados a aceptar las cosas, no a cuestionarlas. Esa es la mentalidad del marroquí. Eso es lo que debe cambiar.

Antes de irme le pregunto que libro esta leyendo. “Una novela del escritor chino Mo Yan: «Bellos senos, amplias caderas”. ¿Y la última peli que has visto? “Gerónimo, un film francés del director gitano Toni Gatlif”. Cuando ese mismo día, al llegar a casa, busco ambas cosas en Internet, encuentro que las dos tienen protagonistas femeninas. Las dos cuentan historias dramáticas. Pero al mismo tiempo las dos son historias de superación, coraje y valentía.

La llamo. “Tengo una última pregunta” le digo cuando atiende al teléfono. “Dispara”, contesta. “¿Eres feliz?”. Al otro lado de la línea se hace el silencio. Al cabo de unos segundos…

Creo que estoy en paz conmigo misma… Pero en este momento mi vida material es difícil. Quiero pensar que estoy en una etapa de transición e intento aprender de ella. Antes ganaba dos mil euros, ahora me las tengo que apañar con seiscientos. Pago dos cientos cincuenta de alquiler y me gasto ciento cincuenta al mes en gasolina. El resto es lo que me queda para vivir. Haz cuentas”.

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