La pasada primavera, con motivo del fallecimiento de su compañera y esposa Franca Rame, tuvimos oportunidad de asistir a la que probablemente será última presencia de Dario Fo (1926) en un acto público, a juzgar por la intensidad de su ciao final.
Durante el funeral laico celebrado en el teatro Streheler de MiLán, Fo interpretó el último monólogo que Franca había escrito, con una disyuntiva a su término entre el amor y la eternidad. Con mi admirado Fo, casi nonagenario, disfruté entonces de uno más de los espectáculos inolvidables que me deparó su teatro, ya sea como autor o actor de sus historias.
Leo que el actor Julián Ortega conoció por vez primera el texto de Fo La tigresa y otras historias cuando era muy niño. Con toda seguridad, ese conocimiento se lo debe a su padre, José Antonio Ortega, gestor de la Sala Villarroel de Barcelona durante tres decenios y responsable del estreno de esa función en 1982, tres años después de ser escrita por su autor. De entonces puede arrancar el sueño de Julián por interpretar algún día la treintena de personajes que comporta poner sobre las tablas esas tres historias.
El espectáculo ha vuelto ahora a Madrid (Teatro del Barrio), después de haber inaugurado en septiembre pasado la temporada en la sala El Sol de York y tras sucesivas representaciones en diversas ciudades del país. La precisa y experta dirección de José Antonio Ortega impone un ritmo muy vivo a la representación, del que solo se puede salir airoso si se cuenta con un actor capaz de dominar con eficaz dinamismo y ejecutoria la expresión corporal y oral, como es el caso. La actuación de Julián es especialmente brillante en la primera de las historias, la más inspirada de las tres y la que, a mi juicio, dispone de más recursos para dotarla de toda la teatralidad que el actor sabe exponer en el escenario.
A lo largo de 55 minutos, Julián Ortega logra que no haya un solo minuto muerto en el relato que da cuenta de los avatares de un soldado herido y abandonado del ejército rojo de Mao, al que una tigresa y su cachorro prestan cavernaria e insólita hospitalidad, con las posteriores consecuencias socio-políticas que de ello se desprende hasta llegar al desenlace. Descalzo sobre el escenario, con una cinta de pelo como único aditamento en su vestuario, el actor hace un sobresaliente y agotador trabajo que ya de por sí hubiera bastado para dejar más que satisfecho al espectador. Así lo corroborarn los entusiastas aplausos que se escucharon al final de la primera parte.
Luego del recomendable y obligado descanso, tuve la sensación de que las dos historias siguientes -más breves y con menos poder de seducción a mi entender que la primera- no estaban a la notable altura de actuación que Ortega demostró con el cuento chino, sobre todo la que versa sobre el primer milagro del Niño Jesús, según versión de los evangelios apócrifos. Algo más a tono con el magnífico nivel alcanzado en La tigresa me resultó la historia de Ícaro y Dédalo, empeñados en salir del laberino creado por el segundo y volar después hacia el cielo. De nada valen las recomendaciones de Dédalo para que su hijo no vuele ni sueñe tan alto -lejos de las penalidades y miserias de la tierra-, pues al final nada podrá evitar su caída mortal.
Julián Ortega lleva más de veinte años como profesional y ha mamado desde niño el oficio que desempeña con vocación probada, una laboriosidad indudable y la consolidada capacidad profesional que demuestra en este espectáculo. Es muy posible que si en lugar de abrir con La Tigresa la función ofreciera antes las otras dos historias -más breves y también quizá menos exigentes-, la buena sensación que se lleva el espectador al final fuera aún mejor.
Aparte de disfrutarlas, personalmente me han servido, en cierto modo, para homenajear desde la butaca a mi admirado Dario Fo, cuyo último mutis por Franca tanto me conmovió la pasada primavera. Mi agradecimiento por ello, también, a Julián y José Antonio Ortega.