Teresa Gurza¹
Mientras el mundo del presidente López Obrador va reduciéndose a hacer desaparecer el Instituto Nacional Electoral (INE), despedir jueces, candidatearse a la revocación de mandato y hacer labores de alcalde tapando baches de carreteras, en otros mundos hay acontecimientos asombrosos.
Como saben, me encantan los animales, y de cuando en cuando escribo sobre cuestiones que les atañen y encuentro en diversas publicaciones.
En un número de la revista Muy Interesante leí que una investigación de la Universidad de Princeton, EE.UU., descubrió que los colibríes ven más colores que los humanos porque su retina tiene cuatro canales, o conos, para la recepción de la luz, y la nuestra tiene tres y se conoce como tricromatismo, término de raíces griegas, tri, tres y kroma, color, utilizado por primera vez en 1929.
Y aunque podemos distinguir alrededor de un millón de tonalidades, somos daltónicos en comparación con las aves y algunos peces y reptiles, que por tener un cono más, captan combinaciones de ultravioleta y rojo y ultravioleta y verde, imposibles para nosotros.
En The New York Times del pasado febrero, el escritor Jorge Carrión relató que, a las lindas historias de amistad humana con mascotas y mamíferos salvajes, se han sumado las de relaciones con otros animales.
En El alma de los pulpos, por ejemplo, la escritora Sy Montgomery contó en 2015 la que tuvo con Atenea, Octavia y Kali, tres pulpos en cautiverio; y en Mi maestro el Pulpo, el cineasta Craig Foster narró que buceando en Sudáfrica se hizo amigo de un pulpo hembra.
Ambos intentaban descifrar los códigos de expresión de los pulpos y cómo exploran la piel humana a través de sus ventosas, que utilizan para agarrar o presar; porque además de un cerebro central, sus tentáculos tienen estructuras bioquímicas similares.
Carrión destaca que el avance científico sobre comunicación no humana ayudará a entender mejor nuestro cerebro.
Así como hay amigos de pulpos, los hay de cabras; y los ha aprovechado la dueña de una granja en Lancashire, Inglaterra, que antes de la pandemia daba clases de yoga con cabras de orejas caídas y ahora vende sus videos comiendo heno, para poder pagar a sus empleados.
Y hace cuatro semanas The Times publicó un proyecto de ley presentado por la Fundación de Bienestar Animal del Partido Conservador inglés, basado en un informe del mes de junio que asegura que hay «evidencia científica sólida» de que los crustáceos son sensibles al dolor, los reconoce como «seres sintientes» y evalúa prohibir su cocción estando vivos; práctica ya erradicada en Suiza, Noruega y Nueva Zelanda.
La noticia me impactó, porque hace cincuenta años en un pequeño restaurante chileno de Punta Pite, municipalidad de Papudo, pedí picorocos, unos mariscos deliciosos parecidos a pajaritos que viven en nidos de piedra pegados a las rocas.
Y mientras acompañados de vino blanco que Matías había puesto a enfriar en el helado mar de la zona, comíamos ostiones a la parmesana -que no son como los nuestros que allá se llaman ostras, sino medio semejantes a los callos de hacha con una especie de corona roja- oímos llantos como de bebés o gatitos tristes.
Al preguntar qué sucedía, nos dijeron que eran los picorocos que, al igual que las langostas y las jaibas, lloran al caer vivos al agua hirviendo.
No me los pude comer; me sentí como una vez que en Acapulco una almeja chocolata se retorció cuando le eché limón y lamenté haberlos sacrificado.
Por eso, según The Times, un restaurante estadounidense relaja a las langostas con marihuana, «para aturdirlas» antes de cocinarlas.
Otra buena noticia es que los rinocerontes bebés huérfanos encontraron refugio en Limpopo, norte de Sudáfrica, donde los primeros meses, los voluntarios duermen con ellos para bajarles la angustia, según un cable de AFP publicado por France 24.
La información precisa que cuando Jessie llegó a ese orfanato para crías de madres asesinadas por cazadores furtivos, tenía cuatro meses, sangraba y estaba muy traumatizada.
La ubicación del refugio es secreta, explicó su fundador, Arie Van Deventer, profesor de historia que en 2011 encontró una cría herida y al descubrir que no había dónde llevarla, decidió construir uno dedicado a «socorrer, revitalizar y liberar» bebés rinocerontes.
Funciona con donaciones privadas y no recibe turistas.
La directora, Yolande Van Der Merwe, de 38 años, dijo a la agencia que el personal se convierte en mamás de los pequeños rinocerontes.
«De noche se pegan a nosotras y si tenemos que ir al baño, alguien nos reemplaza, para que no se estresen y lloren»; algunos llegan tan ansiosos, que tienen que calmarlos con Valium.
Los alimentan a biberón, con una mezcla de leche y arroz hervido, engordan kilo por día, y al año pesan media tonelada.
- Teresa Gurza es una periodista mexicana multipremiada que distribuye actualmente sus artículos de forma independiente