El genocidio africano
La única religión posible y necesaria: la de los derechos humanos.
Mandamientos de la razón que debieran aprenderse desde la infancia en escuelas, institutos, universidades.
Frente a nacionalismos, integrismos religiosos, xenofobias, guerras imperialistas, machismo social, los derechos humanos y la integridad e igualdad económica, social y cultural.
Represión: nunca debiera practicarse sobre el emigrante sino sobre los que vulneran sus derechos: patronos, traficantes, mercaderes y hasta algunos funcionarios, políticos, policías, jueces o comunicadores y responsables de información.
Frente al discurso colonizador, del agresor capitalista y del miedo que buscan provocar en las víctimas, el liberador, no el pasivo o conformista sino el revolucionario.
No a los grandes trust económicos, a la Europa de los banqueros y mercaderes. Rebelión de los ciudadanos en busca de su libre organización, de la defensa multicultural, iguales todos ante las leyes por ellos supervisadas.
Ramón Sanz Valcárcel, magistrado: «La información se ha convertido en propaganda, la detención de trabajadores del Sur es un acto de captura, como si de atunes del Mediterráneo se tratara».
Cepos y redes para capturar a los atunes. Balas de fogueo y pelotas de goma para hundir a los emigrantes en las aguas del estrecho.
Al fin, ¿cuantos siglos llevan los educados y blancos ciudadanos cristianos imponiendo la ley de la esclavitud, de la explotación, de la muerte, en tierras de África?
La cuestión judía. La cuestión negra. Las soluciones finales. Miserables palabras de los nazis cuando hablaban de las leyes y funcionamientos de los campos de concentración o la palinodia de los jueces y funcionarios que las aplicaban. Miserables palabras de los políticos -hombres y mujeres, no existen diferencias a la hora de prietas las filas, recias, marciales, nuestras palabras van en el orden constitucional en defensa de la Patria- que hoy día enredan con la verborrea de los burócratas al hablar de «estos sucesos». Mendaces colaboradores de quienes llevan siglos imponiendo la ley del esclavismo y el genocidio africano en el Occidente imperialista y cristiano.
Las voces del Estrecho
Las voces del Estrecho es un libro que publiqué en el año 2000 sobre la tragedia de los emigrantes africanos que llegan a España. En las dos últimas décadas miles de africanos han muerto en las aguas del Estrecho. Sin nombre. Sin tumbas que les acojan a la mayor parte de ellos. Sin familias que lloren sobre su regreso a la nada. Aquí no hay ceremonias ni velatorios en tanatorios de pago. Sus asesinos también carecen de nombre. ¿O no? Unos les roban el dinero sin importarles que será después de ellos. Otros les cosen a balazos o les ayudan a hundirse en las aguas del océano, a que sus cuerpos se estrellen contra las rocas de los acantilados. Lo importante es que no lleguen al destino que perseguían.
Hace diez años, en el 2003, unos datos nos hablaban de como la guardia civil había interceptado a 10.791 inmigrantes, repatriado a 9.000 sin papeles, y que de los centenares de ahogados solo recuperaron 49 cadáveres en ese año. Desde entonces día a día leemos, leemos historias semejantes. Otras quedan ocultas. Leer y ser pasivos. No asombrarse por lo que ocurre a nuestro alrededor. Auschwitz. Hiroshima. Vietnam. Oriente Medio. África central, meridional, norte o sur. Estrecho de Gibraltar.
Leemos. Leemos. Callamos. El drama de la emigración es un terrorismo impune. Los sin papeles, irregulares para la justicia, son sin embargo, cuando consiguen acceder «al paraíso de la democracia» explotados por empresarios sin escrúpulos pero reconocidos y valorados como hombres de bien en su país, abogados o mediadores que les ayudan en el tráfico de papeles y vulneración de leyes fácilmente vulnerables. Las mujeres a cambio de dinero tienen cuerpos que ofrecer. Los niños conforman una mercancía más barata. Los corruptos de corbata y cuello blanco se acogen a paraísos fiscales para ocultar sus ganancias, y leyes flexibles y acomodaticias les acompañan para que puedan ir de negocio en negocio hasta la gran estafa final. Cuando estos trabajadores emigrantes son sorprendidos por la policía encuentran el acomodo de residencias especiales, cárceles no declaradas como tales, que anteceden a su expulsión definitiva por los métodos que sean, ¿recuerda, señor Aznar?
El efecto que denominan llamada no existe. Huyen del hambre y la muerte en tierras que explotan los caníbales gobernantes al servicio de los señores de la gran Europa (o los Estados Unidos de las Américas), de empresarios que practican otro tipo de canibalismo, el económico.
España ha pasado de ser martillo de herejes a martillo de emigrantes.
Escuchando las informaciones sobre este tema coladas entre horas interminables de deportes, desfiles de modas, galas de espectáculos, gastronomía suculenta y exabruptos de los políticos que acceden con desgana y rigor cuartelario a hablar del «problema», soñé que en vez de a la Gala de los Goya todos sus protagonistas se trasladaban a aquellas aguas del Estrecho y allí entonaban -aunque se les mancharan o desgarraran sus lucidos trajes- sus cantos de solidaridad con las víctimas, que decenas de escritores abandonaban sus firmas de libros, discursos académicos o coloquios en sedes bancarias o institucionales y marchaban a hacer compañía a sus colegas de «cultura» a la costa donde los guardias civiles y miembros de policías o ejércitos esperaban recibir órdenes para contener a los negros, si, negros, que ellos eran blancos, que los periodistas cansados de oficiar de mudos receptores de las palabras torticeras y vacías de contenido, tan repetitivas como inocuas y falaces que recogían en ruedas de prensa o comparecencias oficiales, guardaban sus cámaras, grabadoras, ordenadores y bolígrafos y se dirigían a engrosar la lista de los que al fin, en el Estrecho, formaban la gran marcha sin banderas ni himnos que componían el escudo humano que intentaba parar la matanza de las víctimas africanas.
Carta de 2 niños desde una patera
Y entonces leí en voz alta aquella carta que dos niños africanos de catorce y quince años de edad, dirigían, antes de morir, que ya su patera naufragaba, hacía trece años, y que introduje en las páginas de mi relato sobre la tragedia del Estrecho, a las autoridades de los pueblos de España y Europa:
Habían nacido en Guinea. No llegaron, como otros compañeros, a alcanzar la tierra firme. Perdieron la vida en aquella travesía. La patera dio la vuelta, regresando a su lugar de origen. Cuando atracó, el pasante encontró un papel arrugado en el fondo de la barca. Se le cayó a uno de los niños ahogados, al lanzarse al mar. Leyó su contenido.
Nos dirigimos a las autoridades de España y Europa. Queremos que nos comprendan, nos ayuden. Sufrimos muchos en África. Todos los niños de África sufren. Vivimos sin trabajo, algunos no pueden comer, otros enferman y mueren , muchos, no se pueden contar los que mueren siendo niños. Y sufrimos guerras crueles, terribles, que causan destrozos en nuestras ciudades, y epidemias entre sus habitantes. No pueden contarse los enfermos por el sida, que no sabemos de dónde vino. Y nosotros quisiéramos estudiar, como estudian ustedes, ser niños como los de España y Europa, poder vivir como ellos, desarrollarnos como ellos, y no pensar que la vida es este castigo a morir muy joven. Querríamos que África fuese como Europa. Al fin, fueron ustedes quienes nos han llevado a esta situación tan desesperada, miserable, Por ustedes somos débiles. Ayúdennos, por favor. Se lo pedimos nosotros, dos niños de África, en nombre de todos los niños africanos.
El pasante se contrajo de dolor. Él también era un ser humano. No estaba preparado, endurecido suficientemente, para escuchar aquellas voces. Mandó la carta al presidente del gobierno de España y al presidente de los gobiernos de Europa.
Cuando la carta se hizo pública, lingüistas y sociólogos, profesores universitarios y algunas autoridades políticas se limitaron a decir que aquel texto no podía haber sido redactado por los dos niños ahogados. Ignoraban incluso sus nombres. Y apenas si dieron más importancia al asunto. De cualquier forma, los niños no podían contestar: ya tenían los ojos cerrados.