El mundo se ha vuelto un poco loco. Bueno, un poco no. Mucho. Todo está dando vueltas. El otro día vi una obra de teatro infantil, “Por fin”, donde los personajes, en tono de humor y como aviso a los navegantes más jóvenes, decían que no les gustaba el estado de cosas en las que nos hallamos y que, en consecuencia, según añadían, había que darles una vuelta. Así debería ser.
Hay, a tenor de lo que destacan los expertos, mucha demencia en distintos grados. Corremos demasiado sin saber por qué ni para qué, y nos saltamos muchos semáforos existenciales, tanto en la realidad como a nivel interno. De esta guisa rompemos experiencias y tiempos y lo desordenamos todo. Además, las prisas nos hacen gritar, acelerarnos, no entendernos, desaprovechar ocasiones, no verlas tan siquiera, estrenarnos tarde, mal dormir, mal vivir, entristecernos, y no sacar partido a los sentimientos, que milagrosamente son muchos más en cantidad y calidad de los que percibimos.
Las torpezas que protagonizamos reiteradamente provocan que no veamos que la vida se extingue, y quizá por eso no sabemos optimizar cuanto sucede. Hay un estado del bienestar que se nos va por una ventana que hemos abierto precipitada e inconscientemente. Una locura más, como tantas cosas.
Por demencia también nos sentimos solos, andamos en compañías equivocadas, sin las oportunas y suficientes sonrisas. A mi juicio, precisamos dosis de jovialidad que nos hagan sentirnos contentos, tiernos, suaves, en positivo. Debemos transformarnos interiormente, de dentro para fuera.
El otro día me tope con una definición de locura que me encanta. Nos decía Einstein que “locura es hacer una cosa, la misma cosa, una y otra vez, esperando resultados diferentes”. Creo que cuando aguardamos milagros sin realizar nada al respecto andamos en ese tipo de problemas sobre la visión de la realidad a los que aquí aludimos.
El propósito debe ser nítido: hemos de tirar hacia delante, incluso en estos momentos de derrota, que son terribles para muchos. Debemos convenir con Helen Rowland que “las locuras que más se lamentan en la vida de un hombre son las que no se cometieron cuando se tuvo la oportunidad”. Realmente es así. Hemos de ser un poco más desafiantes con el destino, sobre todo cuando éste no viene de cara.
Hablando de locuras, debo decir que también me apasiona esa trilogía de pasión o amor con ciencia e inteligencia en torno a una óptica caótica de la existencia misma. El querer nos vuelve un poco locos en lo bueno y en lo malo. Lo ideal es dar con el equilibrio real dentro de un camino de sueños. Parece sencillo, pero sólo lo parece. Elucubremos, pues, sin falsos entusiasmos. Seamos originales y auténticos desde la máxima humildad.
Necesidad de arriesgar
El caso es que no siempre miramos con sagacidad lo que se nos plantea, lo que ocurre. El reto está ahí, y hemos de superarlo. Por ello nos decía Carlo Dossi que “los locos abren los caminos que más tarde recorren los sabios”. El sentido de riesgo, de apostarlo todo, incluso la vida y su bienestar, está en el ámbito de la sinrazón, y es “lógico” que sea de esta guisa. Tenemos muchas capacidades que no siempre ejecutamos por falta de valor, porque pensamos que podemos fracasar. De ser así, tampoco pasa nada. Eso creo yo.
Y, si no somos muy valientes, porque la locura quizá nos frena, sí podemos serlo un poco, un poquito: recordemos a San Agustín cuando nos subrayaba que una vez al año se pueden hacer locuras. Yo diría que se deben. Es posible que podamos extender este aserto y desarrollar ciertos comportamientos dementes al menos durante un año de nuestras vidas con el peligro, claro, de que nos habituemos. Las crisis son puentes para opciones nuevas. Puede que la ocasión esté más próxima de lo que pensamos. Puede incluso que sea más de una.