En un tiempo en que la profesión del Magisterio está siendo puesta en entredicho y atacada desde diferentes flancos, dedicándosele al tema numerosa cobertura en los medios de comunicación, deseo romper una lanza en favor de esos enseñantes que defienden su derecho a seguir siendo los profesionales que siempre han sido. Sobre todo porque creo que tras esos ataques al colectivo subyace el interés de la Administración por la privatización de la enseñanza, uno de nuestros pilares del Estado de Bienestar, y la potenciación de la enseñanza privada-concertada, lo cual es una clara muestra de por dónde van los tiros. Ante semejante panorama, no es extraño que la “marea verde” de los enseñantes llene las calles de nuestros pueblos y ciudades como un clamor popular.
He conocido a muchos maestros, hombres y mujeres, a lo largo de mi vida; tantos, que podría decir que la mayoría de mis amigos lo eran, y siguen siéndolo, para mi satisfacción. Y todos, más cultos que el que suscribe, eran personas preparadas, por lo que no sé a qué viene tanto ataque al gremio. O tal vez lo sé demasiado bien, ya que como periodista el olfato suele acercarme al origen de las cosas. Sobre todo en esta Comunidad de Madrid, donde mientras en algunos colegios se están cerrando aulas, a la enseñanza privada-concertada se la está potenciando sin el mejor tapujo. “Es lo que pide la gente”, dicen algunos políticos responsables del desaguisado en ciernes. Será “su gente”, porque el clamor es mayoritario a favor de la enseñanza pública.
Aún recuerdo que en la época de la niñez en aquella mi Extremadura natal solía oír una frase que me viene a la memoria, y que tal vez pueda llegar a repetirse: “Pasas más hambre que un maestro de escuela”. Y es que ya por entonces los maestros lo pasaban mal, con un sueldo miserable, algo que por lo visto no ha cambiado mucho, pues a estas alturas de la historia se les ha rebajado el sueldo, llevando años con pérdida de poder adquisitivo que no recuperarán jamás. Y encima se les tilda de privilegiados, cuando no de vagos.
Son tanto los maestros que he conocido en el tiempo que habría para llenar un capítulo con sus nombres. Por eso conozco historias de sus trabajos, saberes y sinsabores. Aunque los responsables de la Administración no los conozcan existen, es gente culta, formada, y están ahí, al pie del cañón, siendo lo que son. Como mi buen amigo Luis Aguilera, que tras muchos años dando clase se quedó mudo durante años debido a una afonía. ¿Habrá cosa más terrible que quedarse sin voz, tu única herramienta de trabajo? O Faustino, con el que compartí los clamores de la revolución de los claveles portuguesa, un maestro que en el descanso de la comida se iba a convivir con los gitanos para hacer su tesina o tesis doctoral sobre esta etnia. O ese maestro que va en un circo ambulante, porque en los circos también hay niños y tiene que haber un profesional que les dé clase. O los maestros de la conocida como “sierra pobre de Madrid”, que hicieron una huelga “a la japonesa” para llamar la atención sobre su situación, y hasta que no aparecieron en los medios de comunicación por mí avisados los responsables políticos no les hicieron ni puñetero caso. O Antonio Alviz, un maestro culto donde los haya, con cuya amistad me honro. O Pedro Bohoyo, que con su talento fue capaz de convertir una inclusa, un hospicio en un colegio normal, respetado. O esos maestros interinos que tienen que recorrer diariamente 100 kilómetros para ir a dar clase, y otros tantos de vuelta. O los que están hasta las nueve o las diez de la noche preparando material porque tienen niños con necesidades educativas especiales y cada niño es un mundo al que hay que dedicarle horas.
También conocí a los maestros que enseñaron a mis hijos sus saberes. Era buena gente, excelentes profesionales. Como José María, el director del Colegio Tierno Galván, con el que montamos hasta una exposición de cine. O Lali, que hacía de cara al verano unos apuntes tan buenos que me los pidieron para fotocopiarlos en un colegio privado-concertado. Y otros muchos, como Carlos, Lourdes, Araceli, Alicia, Saturnino, Marisa y tantos otros. O las maestras y maestros que en estos momentos pelean en el Colegio Público Aldebarán de Tres Cantos junto a los padres de los alumnos para que no les cierren las aulas y hacinen a los niños, como temen, mientras la privada-concertada hace palmas con las orejas. Los responsables políticos de la enseñanza no los conocen, pero existen, son de carne y hueso, con nombres y apellidos. Aunque para algunos solo sean unos privilegiados a los que hay que atar corto. Ya lo están haciendo.