Migrar es propio del reino animal, hasta de los vegetales, si tienen un poco de ayuda. Hay que volar al sur, porque el clima lo requiere, hay que regresar al norte, porque ya es posible, dirían algunas aves. Nos vamos para México, dirían las mariposas monarcas cuando salen de más al norte.
Igual lo ha hecho la especie humana, a lo largo de su historia. Pero ahora, en el marco de nuestro sublime y por nadie abiertamente negado reconocimiento a la universalización de los derechos humanos, nuestros gobernantes se reúnen para ponerse de acuerdo sobre cómo restringir esa “catástrofe”, esa “irresponsabilidad” de que la gente quiera movilizarse libremente por el mundo, en este caso, del sur al norte.
Lo anterior puede resultar ingenuo, porque en la realidad hasta grandes y elevados muros se han construido para evitar el paso de la gente de un lugar o de un país a otro.
Es así como un derecho humano básico se convierte en una conducta indeseable y se decide penalizar esa garantía fundamental.
En Guatemala, hombres y mujeres salen del país rumbo al norte, buscando las oportunidades que no encuentran aquí. Cuando llegan a su destino, si lo logran, conocen perfectamente los sufrimientos que tuvieron que pasar en el camino, las vejaciones que aguantaron, las reiteradas veces que tuvieron que intentarlo hasta al fin lograrlo. Pero ya en “los Estados”, consiguieron “estabilizarse”, trabajando de “sol a sol” —esto en verano, porque en invierno, muy al norte, el sol haragán sale tarde y se acuesta temprano—. Cotidianamente sienten la inseguridad emocional que provoca ser “ilegal”, el deterioro de la autoestima ante la discriminación que se vive por ser morenitos, chaparros, hispanohablantes y “sin papeles”.
Y sin embargo, cuando se reciben noticias de la “patria”, esa que los expulsó porque no tenía nada decente que ofrecerles para forjar su futuro, se enteran que ese futuro por el cual están trabajando, allí sus hijos, está en inminente riesgo ante la violencia, pues aquí los jóvenes suelen ser los principales victimarios y víctimas de las conductas criminales. Que tampoco hay señal alguna de que su juventud, ya próxima, vaya a ser acompañada de oportunidades. Les tocará, sin duda, igual que a ellos, la necesidad heredada de cruzar la única puerta que parece quedarles: irse para el norte.
Así que, aún con la congoja de saber los riesgos, sufrimientos e incertidumbres que significa aventurarse en ese camino de la migración, deciden “mandarlos a traer”. Allá con ellos podrán evitar que caigan en el abismo de las “maras”, como actores activos o pasivos. Tendrán las oportunidades que ellos podrán proporcionarles ahora que ya se han “establecido”. El amor a sus hijos los lleva a asumir los retos y sufrir, en silencio, desde el momento en que comienza la aventura en los pueblos de donde parten, hasta que lleguen allá con ellos, sus progenitores.
Pero nosotros, acá en Guatemala, nos rasgamos las vestiduras por la “irresponsabilidad” de esos “malos padres/madres” y decidimos que enfrenten la justicia por “abandonar” a sus hijos. ¡Vaya paradojas las de la vida chapina!