Los bajo puentes del canal del río Tijuana, en la esquina más al norte de México, están convertidos en enormes retretes. Bultos de personas duermen en habitáculos de cartón y telas, hoyos hechos en la tierra, alcantarillas, puentes y laderas del canal, a lo largo de los dos kilómetros entre el este de la ciudad y la valla fronteriza con Estados Unidos, informa Daniela Pastrana (IPS).
El olor marea. A las siete de la mañana, los consumidores de heroína, que aquí se consigue por dos dólares la dosis, agradecen el azúcar de unos chocolates. «Esta es la ciudad de El Bordo», dice uno de ellos a IPS, con las manos extendidas y una sonrisa torcida.
Es la ciudad de los sin nadie. El hogar bajo el puente fronterizo de decenas de indigentes y migrantes deportados que han decidido esperar mejores tiempos para cruzar esta frontera sellada, y que sobreviven de limpiar automóviles, cargar bultos en el mercado, hacer trabajos de albañilería, reciclar basura o pedir dinero en las calles de la ciudad fronteriza de Tijuana.
«La población que habita en el Bordo es una muestra de las condiciones extremas que pueden enfrentar los deportados más vulnerables en México», dice el estudio «Estimación y caracterización de la población residente en El Bordo del canal del río Tijuana».
Elaborado por el Colegio de la Frontera Norte (Colef), el informe contabilizó entre 700 y mil personas viviendo en este lugar durante agosto y septiembre de 2013.
Añade que los pobladores del El Bordo son mayoritariamente hombres, de unos 40 años, deportados en los últimos cuatro años, adictos (algunos comenzaron a consumir drogas en este lugar) y sin documento alguno de identidad.
Detalla que más de la mitad habla inglés, e incluso tienen niveles de escolaridad similares a los residentes de Tijuana, y solo seis por ciento piensa regresar a su lugar de origen, pese a que la mayoría tiene hijos.
«Estos resultados reflejan que las deportaciones de Estados Unidos a México están provocando separaciones familiares y, específicamente, la separación de los padres del ámbito doméstico, lo cual provoca la ruptura de proyectos individuales y familiares, y termina con la posibilidad de integración al país de residencia de los demás miembros de la familia», dice el estudio, coordinado por Laura Velasco, investigadora del Departamento de Estudios Culturales del Colef.
A 2780 kilómetros de Ciudad de México, Tijuana es la última punta al norte del país. Pertenece a la península del estado de Baja California y hace frontera con San Diego, en Estados Unidos. En 2012, esta ciudad recibió a 59.845 de las 409.849 personas deportadas por el gobierno de Barak Obama.
Es decir, unos siete deportados por hora.
Desde que comenzó en 2009, el gobierno de Obama superó ya los dos millones de deportaciones y se convirtió la administración que hizo más expulsiones de personas indocumentadas.
Con 1,7 millones de habitantes, Tijuana ocupa el primer lugar en porcentaje de narcodependientes de todo el país. Es asiento de carteles del narcotráfico, ahora debilitados, y se considera una de las ciudades más violentas de México.
Durante décadas fue la principal puerta de entrada de migrantes a Estados Unidos.
Pero los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York dieron un vuelco a la política migratoria y la frontera mexicana fue sellada, forzando a los migrantes indocumentados a buscar rutas cada vez más peligrosas, mientras que la seguridad pasó de contar con 3.500 agentes de la estadounidense Patrulla Fronteriza en 2005, a 21.000 en 2013.
México comparte con Estados Unidos 3500 kilómetros de frontera. Baja California, que colinda con San Diego y Arizona, recibe un tercio de los deportados y es el estado con mayor número de residentes extranjeros.
A 177 kilómetros al este de Tijuana, está la capital del estado, Mexicali, en la que el calor de agosto puede matar a cualquiera –alcanza hasta 50 grados centígrados- y donde la gente que no tiene aire acondicionado duerme en las azoteas.
Mexicali tiene su «mini Bordo»: los edificios Montealbán, destruidos por un sismo en 2010, en el margen oriental del ahora inexistente río Nuevo, a unos metros del centro histórico de Mexicali.
Aquí viven unas 80 personas, entre indigentes locales y migrantes deportados que tienen alguna adicción.
Entre las ruinas de los edificios se han encontrado cadáveres, el último el 15 de abril, y continuamente hay incendios y operativos policiales.
«Vivo aquí porque no hay otro lugar. En el albergue me ‘engento’ (agobio), hay mucha gente», dice a IPS un guatemalteco de 33 años llamado Josué, que fue deportado el 1 de agosto de 2013 y que solo tiene una cosa en mente: regresar a Estados Unidos.
Ya lo intentó por Nogales, en el estado de Sonora, pero no pudo pasar. Le dijeron que por aquí es más fácil y solo espera a que «pase el calor» para volver a intentarlo. «Llegué a California a los 10 años, en Guatemala ya no tengo nada», insiste.
Otro estudio del Colef sobre la caracterización de las personas deportadas, que solo hace referencia a las mexicanas, alerta sobre su estado de salud.
«Existe una alarmante diferencia de síntomas emocionales entre los deportados, casi 20 veces más que los que presentan los de retorno voluntario», dice el estudio, con base en investigaciones sobre la salud de los deportados que hace Letza Bojórquez, investigadora del Departamento de Estudios sobre Población del Colef.
Con datos de la Encuesta sobre Migración de la Frontera Norte, la investigación detectó que 40 por ciento de la población migrante que sobrevive en la calle reporta tener problemas emocionales y 12 por ciento contesta afirmativamente ante la pregunta de si pensó quitarse la vida alguna vez.
Además, en los últimos cinco años se incrementó la separación familiar como consecuencia de las deportaciones. Un dato dimensiona el fenómeno: mientras en 2007, solo 20 por ciento de los repatriados fueron deportados sin sus familiares, en 2012 este porcentaje se elevó a 77 por ciento.
«El problema aquí es que no hay ninguna política de atención a los deportados. Empezaron a llegar cientos de deportados y no había ninguna institución preparada para recibirlos», dijo a IPS el activista Sergio Tamai, director del Albergue Hotel Migrante, en Mexicali, y líder de la organización Ángeles sin Fronteras.
Entre agosto y noviembre de 2013, Tamai encabezó una acampada de 800 personas en la Plaza Constitución de Tijuana, para exigir programas de atención a migrantes, deportados y en situación de calle.
El trabajo de las organizaciones de la sociedad civil y grupos religiosos para presionar a las autoridades ha dado algunos frutos.
El 7 de agosto, el Congreso legislativo de Baja California aprobó la Ley para la Protección de los Derechos y Apoyo a los Migrantes del Estado, que establece la obligación del Sistema Estatal para el Desarrollo Integral de la Familia de proporcionar asistencia social a menores y adolescentes migrantes no acompañados, así como la creación del Registro Estatal de Migrantes.
Es el primer estado que lo hace, luego de que en 2011 el Congreso legislativo mexicano aprobó la creación de una nueva Ley de Migración, que reemplazó a la de 1947 y que ampara jurídicamente a las personas en tránsito por México.