Castigar a Rusia, engañar a Rusia, acabar con el poderío imperial de los zares rojos… Trato de hacer memoria. Sucedió hace cuatro décadas, en la primera mitad de los años 70, durante la fase preliminar de la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE).
Se trataba, en aquel entonces, de persuadir a los jóvenes e inexpertos periodistas que la ofensiva diplomática de Occidente acabaría con la cohesión del llamado bloque socialista, con el monolítico Pacto de Varsovia, temible rival de la Alianza Atlántica, con el mundo bipolar liderado por Washington y por Moscú. Una percepción de futuro difícilmente asumible por los integrantes de la primera generación de la guerra fría, de mi generación. Presenciaremos en final del comunismo, seremos sus enterradores, afirmaban rotundamente los diplomáticos occidentales destinados a las consultas de Ginebra y Helsinki.
¿Acabar con el comunismo? ¡Qué utopía! Sí, aquello parecía quimérico, totalmente irreal. Sin embargo, la operación sonrisa surtió efecto. Diez años después de la aprobación del Acta de Helsinki, que algunos tildaron de triunfo de la Unión Soviética, por haber incluido en el documento clausulas relativas a la inviolabilidad de las fronteras nacionales y respeto de la integridad territorial de los Estados, el jefe del gobierno soviético, Mijaíl Gorbachov, se entrevistó en Ginebra con el presidente norteamericano, Ronald Reagan. En aquella cumbre, el inquilino del Kremlin no dudó en pedir ayuda a Occidente. Se trataba a la vez de tener acceso a la tecnología moderna y de disponer de fondos para adquirirla. Un negocio rotundo para Norteamérica. Como contrapartida, Moscú debía aceptar el desmoronamiento del imperio soviético. Cuarto años después de este encuentro, los satélites de Moscú lograron independizarse. Convertida en un mosaico de Estados independientes, la difunta Unión Soviética perdió su status de gran potencia. Aparentemente, la profecía de los diplomáticos de la CSCE se había cumplido…
Lo que siguió es harto conocido. Tras la disolución del Pacto de Varsovia, los gobiernos neo-comunistas o post-comunistas de Europa oriental dirigieron sus miradas hacia Bruselas. La nueva apuesta tenía nombre: economía de mercado. Mas el cambio exigía un esfuerzo adicional: la integración en el sistema de defensa de Occidente, la OTAN. Curiosamente, en sus negociaciones con Gorbachov, la administración estadounidense se había comprometido a no ampliar el número de socios de la Alianza ni integrar a los países del Este europeo en la estructura militar transatlántica. Sin embargo, hoy en día la OTAN cuenta con bases en Polonia y Eslovaquia, Rumanía y Hungría, Letonia, Estonia y Lituania, las repúblicas bálticas que formaban parte de la antigua URSS.
Ni que decir tiene que la ampliación de la Alianza causó un profundo malestar en Moscú. Occidente no había cumplido su promesa. La OTAN no tardó en sacarse de la manga un instrumento diseñado para agradar a los estrategas moscovitas: el Partenariado Rusia – Alianza Atlántica. ¿Otra operación sonrisa? Hay quien estima que se trataba, al menos aparentemente, de una manera elegante de menospreciar al ejército de la Federación rusa. En 2008, cuando la OTAN decidió considerar la posible integración en su seno de Ucrania y Georgia, países clave para la seguridad de Rusia, el menosprecio se convirtió en… ninguneo.
Los incidentes de toda índole registrados en las últimas semanas, que desembocaron en la crisis entre Moscú y Kiev, la integración relámpago de Crimea en la Federación rusa y la aplicación de sanciones contra los altos cargos rusos y ucranios por parte de Washington y Bruselas, ponen de manifiesto la miopía de una clase política ocidental mediocre, incapaz de apreciar en su justo valor el orgullo y los sentimientos patrióticos de los rusos.
Lo cierto es que gran parte de la población de la Madre Rusia aplaude la supuesta bravuconada de Vladimir Putin, se identifica con el soberbio acto de adhesión de Crimea a la Federación, con el crepuscular retorno del prestigio imperial. ¿Las sanciones? Más vale el castigo, justificado o no, que la indiferencia.
Es posible que Rusia no sea esta democracia modélica que reclama Occidente, que no cumpla a rajatabla las normas de buena conducta aplicables a los Estados del primer mundo, que no comulgue con los “valores” de la civilización transatlántica. Pero la Madre Rusia es un país al que no se le puede ni debe ningunear.