No llores, vuela, incomprensible historia donde las haya, es una de esas películas en las que el final te pilla con la boca abierta y un gran interrogante en la cara, además de unas ganas inmensas de gritar: ¿Qué acabo de ver? ¿Qué me han contado? ¿Que los milagros existen, que hay que seguir confiando en tu madre aunque se encuentre no sé sabe en qué lugar de la nevada Manitoba organizando ceremonias de imposición de manos? ¿Que, como dicen siempre, la familia es lo más importante y cualquier cosa vale para reconciliar a un hijo con su progenitora?

Y, ya está (como dicen en ese anuncio televisivo de una clínica de reproducción asistida, en el que una joven madre explica a su hijo el cuento de la cigüeña).
Como es evidente que no me ha gustado, porque parece que no me he enterado de nada, aquí van las palabras que dedicaron a esta película en la publicación filmdeculte.com cuando se presentó en el Festival de Berlín 2014, donde Melanie Laurent recibió el Premio a la mejor actriz: “Lejos de crear misterio o emoción, cada escena viene a contradecir, anular y hacer más densa la precedente, formando un magma enigmático y particularmente angustioso. A través de esta niebla parecen emerger ideas interesantes (¿esta mujer curó verdaderamente a un ciego solo con tocarle?, ¿qué función tiene esa extraña escultura gigante que no se puede tocar si no se ha pasado satisfactoriamente una prueba ?), pero inmediatamente desaparecen como espejismos subliminales y frustrantes”.
Pese al galimatías, al crítico le gustó mucho la película que definió como “un gran ovillo de lana que se va desenredando a medida que avanza” el relato. En mi opinión, lo peor es el final, cuando se conocen los detalles que le faltaban a la historia y todo se resuelve en medio de llantinas interminables.


