Nos dejaron las palabras

Gerardo Piña-Rosales*

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El 12 de octubre de 2013 celebramos -o si prefieren, conmemoramos-, en los Estados Unidos, el llamado Columbus Day. Como es ya tradición, los italoamericanos de Nueva York, donde resido, hicieron desfilar por la Quinta Avenida réplicas -un tanto pedestres- de las tres carabelas colombinas engalanadas con banderitas italianas. Uno pensaría que todos los marineros que iban con Colón en su primer viaje dizque con rumbo a las Indias eran italianos y que aquella aventura que cambió el mundo (para bien o para mal) fue una iniciativa de Italia (aunque esta no existiera aún como país). Cosas más insólitas se ven. Como esta que ahorita les cuento.

Hace unos días, como parte de los diversos actos culturales de lo que ahora se ha dado en llamar -al menos en ámbitos académicos- el Mes de la Herencia Hispánica, se presentaron en la Biblioteca Pública de Nueva York unos libros recién publicados por tres novelistas hispanounidenses. Ocurrió entonces un incidente (no sé cómo llamarlo) que me gustaría compartir con ustedes.

Tras la lectura que hicieron los autores de algunos fragmentos de sus obras, se abrió el acostumbrado coloquio entre los escritores y el público. Uno hubiera esperado alguna pregunta o comentario sobre aquellos libros, pero no fue así. Un joven espontáneo, tras proclamarse miembro de no sé yo qué tribu amazónica, declaró -por cierto, en un español exquisito- que la celebración del Día de la Hispanidad, el Columbus Day o cualquiera de esos mierdosos (con perdón) festejos era un verdadero ultraje para las etnias indígenas, víctimas de la despiadada conquista.

El coordinador del evento -colombiano por más señas y con muchas tablas en su haber- trató de razonar con el exaltado extemporáneo asegurándole que comprendía y compartía la indignación de las comunidades indígenas de la América Latina cuando se invocaban (aunque allí nadie lo había hecho) celebraciones de ese jaez, pues al fin y al cabo sus culturas habían sido arrasadas por los conquistadores españoles en su afán de oro y fama, pero que había que considerar también los aspectos positivos derivados de aquel histórico encuentro.

Bien, yo no sé qué pensarán ustedes, pero a mí me pareció que había que abundar en ello, y me atreví a terciar, con toda la vehemencia que el corazón y la cabeza me dictaban, diciendo que nadie negaba que la conquista española, como toda conquista, había sido un horror, pero que algunas de las consecuencias de aquel choque de civilizaciones fueron, a la larga, beneficiosas para los de allende y aquende el océano, como, verbigracia, la revitalización y expansión de la lengua castellana, española, universal, hablada hoy por más de trescientos millones de personas.

Los que me conocen saben que de chovinista no tengo un pelo; y saben también que defiendo con uñas y dientes las culturas hispánicas y, sobre todo, la lengua española, ese bien común que, les guste o no a esos ñángaras trasnochados, constituye nuestro patrimonio más excelso.

Recordemos una vez más aquellas hermosas palabras que a propósito de la conquista escribiera el gran poeta chileno Pablo Neruda: «Salimos perdiendo… Salimos ganando … Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo … Nos dejaron las palabras».

Nos dejaron las palabras. ¡Y qué palabras! Un español acrisolado por siglos de mestizaje cultural y lingüístico, una lengua que vibra en nuestros corazones como vibran las cuerdas del charango o la guitarra en nuestras músicas y bailes.

Celebremos, o conmemoremos, el Columbus Day, el Día de la Hispanidad, o como deseen llamarlo, pero eso sí, sin leyendas negras ni turbios reconcomios, de los que ya estamos hasta los mismísimos.

*Gerardo Piña-Rosales es el director de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, correspondiente de la Real Academia Española.

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