«El amor, como el vino, necesita tiempo. Debe fermentar. Y al final no todo está podrido» (Jérémie Couston, Télérama)
Hijo de vinateros, Jean dejó su familia y su región, la Borgoña, para dar la vuelta al mundo hace diez años. Ahora Jean es dueño de un viñedo en Australia, tiene un hijo recién nacido y una mujer con la que se lleva regular. Al enterarse de que su padre se está muriendo, regresa a la casa de su infancia donde vive su hermana, Juliette, quien ahora dirige el negocio familiar y se alegra de verle, y donde trabaja su otro hermano, Jérémie, quien acepta mal el retorno.
Quienes fueron unos niños felices juntos ahora, de adultos, tienen que encontrar de nuevo el nexo de unión, mientras se suceden las estaciones y los pasos de la vendimia que fabrica el vino de la marca familiar.
Dirigida por Cédric Klapisch (“Las muñecas rusas”, “Una casa de locos”), e intrepretada por Pio Marmai (“El primer día del resto de tu vida”), Ana Girardot (“El hombre perfecto”), François Civil (“Elias”) y María Valverde (“Ahora o nunca”), “Nuestra vida en la Borgoña” (Ce qui nous lie) es un retrato de la familia y también de las disputas y controversias a la hora de recibir una herencia, bastante menos boyante de lo que parecía.
Historia nostálgica y bastante conservadora, que hace un alegato de los valores de familia y tradición y transcurre “en los límites del reportaje turístico”, recoge según mis colegas franceses dos subgéneros del cine francés: las películas de viñas y las ficciones en torno a la herencia, “es decir, dos historias de transmisión, con muchas autopistas hacia la exaltación del cromo de un viejo mundo ‘más auténtico’ al que acecha la desaparición” (Libération), amparado por la sombra de una memoria familiar, siempre burguesa, y con una pizca de didactismo (incomprensible para los nulos, como yo) en las explicaciones de las diferentes etapas del crecimiento de las viñas y la fabricación de los caldos. Y con una voz en off que, al tiempo, nos va llevando por los interrogantes existenciales del protagonista y sus dos hermanos, todos jóvenes, guapos y muy modernos pese a conducir tractores y dedicar un tiempo considerable a probar las uvas en la planta, para determinar el momento exacto de la recolección.
Con sinceridad absoluta creo que el argumento es más propio de una serie televisiva (para consumo local), por lo que no he podido resistir la tentación de pensar en otras de enorme popularidad en su tiempo, como Falcon Crest, aunque allí más que de la reconstrucción de una fratría perdida en el tiempo se trataba de ver como se destrozaba una familia en generaciones sucesivas, también con unos viñedos en el horizonte.