La vida está llena de encuentros, de opciones, de hallazgos, pero también de olvidos, de pequeños y grandes olvidos. Sin darnos cuenta, dejamos atrás unos estudios que no cuidamos, no rememoramos ese trabajo que jamás llegó, y también queda en la nebulosa aquella mujer o aquel hombre que nos amó y que permanece anulado por el paso del tiempo, así como “guardamos” unas cuantas ilusiones, unos inciertos amigos, unos numerosos conocidos, a la par que unos elementos de dicha… sin que los podamos localizar. Nos decimos, de vez en cuando, que no hay tiempo para ello. Las oportunidades en ese mundo que hay fuera, parafraseando a Rosales, o dentro, que nos diría Teresa de Jesús, pueblan los universos que nos envuelven con sus mantos coloridos.
Podemos contabilizar, en lo cotidiano, olvidos de todo tipo, algunos de ellos cercanos. Hay sueños que quedaron en la libreta de bachillerato, o en una carta de amor que nunca salió de nuestro escritorio, y que ahora no sabemos si existe, ni dónde, y puede que tampoco el porqué. Aletean en alguna parte alegrías y dolores que quedaron atrás, en esa búsqueda del no riesgo para no sufrir. ¡Qué paradoja! Hemos incluso perdido esas enormes ganas de comernos el cosmos de nuestro entorno, que estaba siempre repleto de sustancias gustosas. Parece no haber ni apetito.
Nos han vendido, y hemos comprado, ese hábito de atar todo para no tener nada. Necesitamos costumbres que nos den sosiego, aunque éste no nos dé siempre la dicha, sobre todo cuando no hemos defendido y/o disfrutado de la justicia (no hemos sabido, podido o querido), por la que siempre hemos de bregar. A veces, esto también se olvida, en aras de lo establecido, de lo que funciona, de lo colectiva o socialmente correcto.
Olvidamos también la importancia de la educación, del esfuerzo personal y de conjunto, de la honestidad, de la decencia, de no hacer daño a los otros, de ayudar, de dejarnos llevar por la jovialidad y el optimismo… Hemos de pensar igualmente en los que menos tienen, en los que andan solos, en los que no saben o no pueden de verdad, en los que tienen ocasiones que no aprovechan, en los que jamás podrán tenerlas, en los que apenas ven la luz porque no interpretan sus bondades, en los que no albergan esperanzas… No deben ser nuestros olvidados.
Somos afectos
Hemos de preocuparnos de los últimos, que han de ser los primeros, aunque sea por compensar otros ignotos azares. Debemos imprimirnos entusiasmo, que nunca ha de quedar en un cajón, pues es un maravilloso antídoto ante los avatares y sinsabores de la vida. Hemos de tener energías a mano ante los obstáculos. No dejemos en estadios, etapas, edades u hogares inexistentes esas pilas que precisamos frente a las frustraciones que nos puedan asaltar con sus vacilaciones pesadas.
No olvidemos jamás a los hermanos que nos necesitan, ni a los niños, ni a los mayores. Fuimos y seremos entre ellos. Nos gustaban sus conductas, y nos complacerán sus iniciativas futuras. Somos afectos, y hemos de cultivarlos. Meditemos sobre ello.
Hemos de poseer buena memoria para que lo cotidiano y sus rutinas, así como sus aspectos mordientes y agridulces, no nos rompan la sonrisa. Un día sin reír, leía en el muro de una amiga en Facebook, es un día perdido. Creo que citaba a Chaplin, pero, ante todo, aludía a lo más obvio. Hemos de ser sinceros con nosotros mismos, y tener presente cuál es nuestra vocación: la paz y la calma compartidas con el aprendizaje y el progreso.
Localizamos un peligro muy claro y patente en las sociedades actuales, que cuando no se preocupan de ganar mucho, se preocupan por ganar poco, y, en medio, quedan los que padecen los vaivenes en primera persona (son la mayoría), que ven que las crisis, además de cíclicas, son hirientes en la dignidad humana.
En esta experimentación de eventos lacerantes, en esta coyuntura/estructura en la que estamos pendientes del trabajo, de muchas tareas, de progresar o de involuciones, de éxitos o de fracasos, de tener o no tener, de importancias relativas, etc., se nos puede olvidar vivir, como rezaba aquella canción de mi infancia.
Ante todo, debemos demostrarnos que somos. No olvidemos que la existencia es eso que pasa mientras hacemos planes sobre ella. Es cierto que no aprendemos de miserias o errores ajenos, pero quizá convendría, tras lo ocurrido en los últimos años, que anduviéramos en pos de una mansedumbre mayor, de plazos más cómodos, y de caminos más equilibrados y menos sinuosos. Resaltemos que todo principio tiene su fin, y que por el trecho está lo más importante: nuestra vida.