Termino de leer Orbital, de Samantha Harvey, publicado en castellano por Anagrama, con traducción de Albert Fuentes, premio Booker de 2024, Lo leo por recomendación de una querida amiga, y no me ha defraudado, en absoluto. No solo porque lo que cuenta me interesa, sino porque creo que he encontrado a alguien que explica mejor que yo las sensaciones de la vida desde y en el espacio.

Creo que Harvey consigue que nos pongamos en la piel de los astronautas, o cosmonautas, que viven por temporadas en la Estación Espacial Internacional (EEI) y sintamos la experiencia de vivir fuera del planeta, ya saben, de las novelas me quedo con las vidas que suplantaré.
No esperen grandes aventuras, no encontrarán situaciones al límite ni acción trepidante, no hay tensión sexual, ni violencia. No encontrarán nada de eso, pero tampoco es necesario.
El solo hecho de estar orbitando la Tierra a cuatrocientos kilómetros de altura, a una velocidad de veintitantos mil kilómetros a la hora, durante dieciséis órbitas con sus dieciséis amaneceres y sus dieciséis atardeceres, en una nave separada por apenas unos milímetros de espesor del espacio exterior, en una especie de vagones de tren (módulos) unidos unos a otros por escotillas y con una especie de alas en todas direcciones (los paneles solares que aportan la energía necesaria para sobrevivir) siendo disparados, bombardeados continuamente por resto de la basura espacial que hemos generado y que en cualquier momento puede hacer colapsar la nave. Ya me dirán si no es una aventura en sí misma.
Los protagonistas que en la novela habitan la estación espacial son de cinco nacionalidades: japonesa, Chie; británica, Nell; italiana, Pietro; estadounidense, Shaun; y rusa, Anton y Román.
Uno de los mayores logros de la Estación Espacial Internacional fue precisamente ese, el que fuera internacional, de cinco agencias espaciales que lograron ponerse de acuerdo para poner en órbita un gigantesco laboratorio que ayudará a comprender y preparar la vida en el espacio. Su administración es fruto de acuerdos intergubernamentales que permitieron cierta esperanza en futuras alianzas que ahora mismo parecen utopías.
Estamos ante una impresionante aventura de la humanidad que gracias al esfuerzo común ha permitido que este ensayo cósmico haya perdurado en razonable armonía durante veintiséis años y esperemos que así siga los pocos que todavía le quedan antes de desintegrarse en la atmósfera y perderse los restos que queden en el océano pacífico.
En la EEI hay nacionalidades pero a efectos formales. Una vez acopladas las cápsulas que llevan a astronautas o cosmonautas, la nacionalidad es el compañerismo y la complicidad, ya que en ese ambiente tan hostil la colaboración entre la tripulación es lo único que garantiza el éxito y la supervivencia.
Desde el espacio no se ven fronteras entre los países durante el día, en la noche tampoco (salvo entre la India y Pakistán, una serpiente de sinuosa luz de focos nocturnos), pero si se ven todos los grandes núcleos de población, todos los litorales iluminados, dando cuenta de dónde se concentran las personas, dónde se concentra el desarrollo, y dónde no.
En la estación se desarrollan experimentos de todo tipo, con plantas, ratones, bacterias, humanos, ya que una de las misiones de la tripulación es ser conejillos de Indias. A cambio tendrán una experiencia única de la que volverán siendo diferentes no solo por las consecuencias de la ingravidez o de la exposición a mayor o menor radiación, sino por lo que vivirán, por lo que verán, por lo que sentirán allá arriba.
La Tierra, tan cerca y tan lejos. Tan hermosa y tan indiferente. Desde arriba no hay rastro de las personas que la habitan. Se ve algún destello de la luz reflejada en un avión que pasa o el destello de una cúpula dorada de algún templo, se ven los invernaderos de Almería, en España, pero de día poco más se ve de la acción humana.
Pero si se aprecian los desastres que estamos causando. Los incendios, los vertidos sobre los mares, la disminución de los glaciares, el derretir de los polos, los cambios en la corrientes marinas, el aumento de tifones y huracanes.
La tripulación ve con asombro cada amanecer y atardecer, dieciséis, y no se cansan, ven las auroras boreales y australes, ven la Luna como nunca antes la habían visto, y las estrellas, infinitamente más luminosas que en la Tierra. Saben dónde está cada país, cada río, cada cadena montañosa, cada golfo o estuario. Cada rincón de la Tierra les resulta conocido y admirado.
Y sin embargo, no entienden nada, o sí. Ese lugar extraordinario donde se desarrolla nuestra vida que no diferencia lugares, que es como un organismo vivo interdependiente está en nuestras manos de adolescentes que no saben a dónde van ni qué quieren, pero que tienen el futuro de su existencia en sus impredecibles manos.
Las guerras tampoco se ven, pero sí los destellos de los fogonazos de las explosiones de sus bombas y hay zonas que vistas desde el espacio todavía conmueven más por el sufrimiento que están soportando.