Leo en un sesudo informe que el 38 por ciento de los españoles considera, consideramos, que la población es, en general, poco tolerante. Hay incluso un 5 por ciento que opina que no nos entendemos en absoluto. Sabemos que, sin entrar en muchos detalles, nos encontramos cotidianamente con las verdades, las mentiras y las encuestas. No obstante, el asunto de la comprensión, de la tolerancia, no es baladí, habida cuenta de que se trata del puro sostén de la democracia.
La encuesta, elaborada por el Centro de Investigaciones Sociológicas, manifiesta igualmente opiniones que entrañan actitudes, posturas o comportamientos que estarían un tanto alejados de los cánones de una sana convivencia.
Además se ve como algo «futurible» el que seremos mucho más racistas dentro de unos pocos años. La cuarta parte de los españoles así lo estima. Sigue la corriente de cifras en este estudio, que explica que el 39 por ciento se declara bastante tolerante con la homosexualidad, mientras que un 37% confiesa no admitirla de buen grado. Habría un 9% que la rechaza totalmente, y sólo un 8% declara ser muy tolerante con estas personas.
Por no aburrir mucho, señalemos sólo unos cuantos datos más: el 43 por ciento de los españoles se considera poco o nada tolerante con las costumbres de los extranjeros; el 47 % piensa que dentro de unos años estaremos en los mismos niveles democráticos, sin más avances; y la coyuntura no es mucho mejor cuando nos referimos a temas como las drogas, el aborto o la vida en pareja.
La falta de tolerancia en una sociedad no es únicamente un síntoma de carencia de comunicación, sino también una cara maligna de su propio envejecimiento, de un envejecimiento que no es físico, sino más bien intelectual, fruto de una atrofia a caballo de lo absoluto y de lo relativo. Los años pasan por nuestras vidas «aburguesadas», y pagamos el peaje sin darnos cuenta. Nos distanciamos de los problemas de los demás y permanecemos inmóviles ante las tragedias de los otros. Proseguimos nuestro rumbo sin más preocupación, y, cuando nos llega nuestro «golpe», que siempre llega, es tarde para actuar. Es cierto que la sociedad, sobre todo los más jóvenes, está reaccionando ante coyunturas actuales determinadas, pero los problemas reales no son sólo aquellos, por el tono y por las formas, que aparecen en los medios de comunicación social.
Subrayamos más: hay mucha hambre, mucha peste, mucha guerra, mucha muerte, con millones de «jinetes del apocalipsis» por doquier. Frente a la locura colectiva competencial, la envidia, la vanidad, los desequilibrados y puede que esquilmados deseos, la pugna desenfrenada y la maldición del dinero y de sus eternas ganancias hay que reaccionar. Quizá convendría apostar por líneas de entendimiento, de convivencia, de escucha.
Mirar con el corazón
Deberíamos atender las llamadas del corazón, buscando el secreto de una juventud más interior que aparente. No sólo hay que contemplar lo externo, aunque la visión que alberguen de nosotros tenga mucho que ver con nuestra propia actitud, con la que se percibe. En cierta ocasión, la artista Dolores del Río le preguntó a su amiga y compañera María Félix por el secreto de su buena apariencia física. «¿Qué haces para parecer tan joven?», le preguntó intrigada. Sin inmutarse, la diva mexicana le contestó: «Serlo».
Pues eso: debemos ser jóvenes de espíritu y de ánimo, y engrasar los ejes de una sociedad que muestra demasiado «ruido» en encuestas como la que nos ocupa. Hagamos algo, y fundamentalmente conversemos con altura de miras y con la entrega manifiestamente rica de nuestro intelecto. Aportemos, en paralelo, hechos, eventos, realidades, concordias, mejoras, justicias, e inmersiones en las necesidades sociales y en las demandas de motivaciones y de ilusiones tan efectivas como estructurales. De lo contrario, más que ocuparnos, tendremos motivos para la preocupación. Toleremos, por favor.
¡pero qué dices, que sea la última vez que afirmas semejantes cosas!