La verborrea partidista ha ocultado el sentido del voto. En unas elecciones europeas muy importantes casi se ha echado a Europa a las tinieblas del olvido. Los intereses domésticos han ofuscado el objetivo de la campaña electoral, arrojando los verdaderamente europeos -los que nos son comunes- en el trastero de lo secundario.
Europa, especialmente en nuestro país, ha sido la palabra bonita para adornar la oratoria política. La excusa para dirimir nuestras diferencias internas y el ring para la pelea y los golpes bajos. Se ha pedido el voto más para reforzar el poder de los partidos de cara a dentro que para que jueguen un papel fuerte fuera, que es donde se dirimen los grandes intereses globales y, por tanto, también los nuestros.
Lucha entre la derecha, que suele saber más de crear riqueza a costa de sacrificios de la gente, y la izquierda que, cuando ya se ha creado la riqueza, sabe más de repartirla y también de despilfarrarla. Una y otra, sin embargo, compiten en el escandaloso arte de la corrupción.
Y lucha entre un centralismo utilitario, gélido ante los legítimos sentimientos patrios y fácil servidor de grandes intereses ocultos, y un localismo cálido pero dispersador de sinergias, y tampoco exento de intereses más tribales, como está comprobado.
Deberíamos votar pensando en una Europa común, fuerte y democrática, pero en cambio los votos, en la práctica, servirán para reforzar al partido conservador del Gobierno o al partido socialista que en un futuro desea gobernar.
Y en Catalunya, servirán para dar alas al proceso independentista, que lidera el President, o para debilitarlo. En definitiva, para cuestiones internas con escasa incidencia europea.
Es, ante todo, una votación en clave interna, especialmente en Catalunya.