Reclamación: nadie se suicida de felicidad

Isabel Hernández Madrigal[1]

Nunca pensé que una vez muerto tendría que dirigirme a una Oficina de Reclamaciones, es más, ni siquiera imaginé que la hubiera. Sin embargo, aquí estoy haciendo cola, en medio de una niebla espesa que no me deja ver cuánta gente tengo delante, confiando en que pronto veré en alguna parte un letrero que diga “Espere su turno”.

No quiero desesperar, al fin y al cabo, he sido yo el que nada más de volver a abrir los ojos en medio de una gran sala minimalista, he salido de mi cuerpo y me he dirigido al único señor de túnica y barba blanca que he visto para decirle “quiero reclamar”.

– ¿Qué quiere reclamar? Me preguntó nada sorprendido
– Mi suicidio, le dije, no estoy de acuerdo con mi suicidio. En mi contrato debe haber un error.
– Es increíble, dijo, si viven porque viven, si mueren porque mueren, el caso es que los hombres nunca están conformes con nada.
– No generalice, contesté indignado, yo no soy los hombres, yo soy Antoine y tampoco he reclamado tanto en la vida.
– Siga por el pasillo de la izquierda hasta llegar a las escaleras, me dijo, suba a la última planta, allí está la Oficina de Reclamaciones, allí podrá reclamar todo lo que quiera.
– ¿Y el ascensor?
– No tenemos ascensor, me informó, aquí hasta que no te dan las alas, todo lo tienes que hacer a pié.

Crucé la sala dirigiéndome al pasillo de la izquierda y allí empezó la niebla, aunque todavía era clara. Llegué a unas escaleras inmensas y miré hacia arriba para calcular cuántos pisos tenía que subir, pero la niebla se espesaba según ascendía la escalera y no pude enterarme de que el último piso era el 33, aunque si lo pienso ahora, fue mejor, porque si llego a imaginarlo siquiera, ni lo hubiese intentado.

Comencé a subir al primer piso agarrado a la barandilla, extrañado de que no hubiera nadie por ninguna parte, salvo el de la túnica blanca en el salón minimalista, ni en el pasillo, ni subiendo o bajando la escalera y además esta niebla cada vez más espesa plantándome cara, parecía una película de miedo, con lo poco que me gustan a mí las películas de miedo.

En el quinto piso ya no podía con mi alma y eso que en teoría, era mi alma la que subía las escaleras, aunque seguía teniendo mi forma corpórea y yo sentía que lo que me pesaba era el cuerpo. “Falta de costumbre extracorpórea debe ser eso, pensé” y me senté a descansar un rato en el descansillo del quinto, que por algo se llama así el descansillo. Unos minutos después, volví a agarrarme a la barandilla, esta vez para levantarme y continuar el ascenso. La niebla era cada vez más espesa y en el piso trece tuve que sentarme de nuevo en el descansillo porque empezaba a marearme y es que a mí nunca me ha sentado bien el baño turco y eso era como un baño turco infinito. Por un momento quise rendirme y mandar mi reclamación escaleras abajo, pero entonces sentí como si la niebla empezara a despejarse y me animé de nuevo.

Llegué al piso veinticinco pensando que realmente era un idiota, un suicida idiota, por más que ahora me hubiese dado por reclamar. Lo cierto es que no tenía otra explicación, toda la vida queriendo ser millonario y cuando lo consigo, me mato. Ahí había algo raro, porque por muy tonto que se sea, nadie es tan tonto, ni siquiera yo.

Entretenido con mis pensamientos, me encontré en el piso treinta envuelto en una niebla tan espesa que ya ni veía la barandilla. Mi alma cada vez estaba más limpia, lo notaba en que la niebla cada vez era más gris y por el contrario yo era más blanco, más brillante, y pasado el piso treinta, para mi sorpresa, cada vez más ligero. Me iba acostumbrando a mi nuevo estado y también milagrosamente a caminar rebozado en niebla, como cuando vas al Caribe y te acostumbras a estar siempre sudado.

Sin embargo, la idea de reclamar no se me iba de la cabeza por más que ascendía en dirección a lo más alto. Cuando ya creí que nunca llegaría al último piso y que el señor de la túnica y la barba blanca se había quedado conmigo, me he encontrado en el piso 33, siendo el último de una fila, que no tengo ni idea de dónde ha salido, esperando ver una señal luminosa que diga “Espere su turno”.

– ¿Es usted el último? Pregunto con educación al señor de delante
– ¿Usted qué cree?, me contesta sin ni siquiera volver la cabeza
– ¿Lleva mucho tiempo esperando?, insisto
– Ya lo creo, me dice sin más

Paciencia Antoine, me digo a mi mismo, ya estás aquí arriba, ahora solo es cuestión de esperar. Mientras espero me fijo en que el de delante es menos blanco y brillante que yo, pero no me atrevo a decirle nada más, porque lo cierto es que no parece tener ganas de hacer amigos. No obstante, siento curiosidad y no puedo dejar de preguntarme qué puede querer reclamar un señor tan poco claro.

Como me estoy poniendo nervioso, la niebla no despeja y no puedo entretenerme con nada, pienso que lo mejor será que prepare bien mi reclamación, para que luego no me pillen en falso, que ya se sabe que los de las ventanillas son unos expertos en no hacer nada de nada, y como les des ocasión te vuelves con las manos vacías por donde has venido. Pero esto no me pasará a mi, que lo mío es muy serio y alguna solución tendrán que darme, me digo.

Después de una larga espera, el señor de delante camina un par de metros y entonces veo claramente un cartel luminoso de color rojo que dice “Espere su turno”. Me emociona verlo. Yo pienso que porque ni siquiera creí que lo vería al fin, con esta niebla cada vez más gris que lo envuelve todo. Si no es por el cartel luminoso de color verde que dice “Pase el siguiente” no me hubiese enterado nunca de que el señor de delante había acabado. No le he visto salir, lo cierto es que no se ve nada de nada y a mi espalda no hay nadie, yo parezco el último de la fila.

Camino de frente hasta llegar a una ventanilla de cristal a media altura a la que rodea una especie de reja. Dentro de la ventanilla el mismo señor de túnica y barba blanca de abajo, pone un sello rojizo sobre un papel que introduce en una urna con un cartel grande en el que puedo leer “Infierno”. Antes de abrir la boca, me fijo que a su derecha hay otra urna con otro cartel que dice “Cielo”. No me intimido, llevo mucho tiempo esperando, como para me intimiden unas urnas por más que tengan carteles tan poco enigmáticos.

– ¿Usted dirá?, me pregunta el hombre de la ventanilla.
– Yo diré muchas cosas, porque tengo que reclamar algo muy importante, lo que ocurre es que me sorprende que sea usted el de la ventanilla, sobre todo, porque ya le encontré abajo y podía haberme atendido allí y no hacerme subir hasta aquí arriba y esperar una larga cola.
– La Oficina de Reclamaciones es aquí arriba, no abajo, no se pueden mezclar las cosas.
– Está bien, le digo, no mezclemos, y pienso que de alguien tan cuadriculado no se puede esperar nada bueno. Quiero reclamar mi suicidio.
– ¿Por qué quiere reclamar eso? Me dice, no haberse suicidado usted, que yo sepa los suicidas se suicidan solos.
– Mire aquí hay gato encerrado, no es normal, mi suicidio no es normal. La gente que se suicida está triste, está enferma, le va mal en la vida, tiene mal de amores, pero nada de eso es mi caso.
– ¿Y por qué se suicidó usted?
– Pues eso querría saber yo. Resulta que toda la vida he querido ser millonario. Resulta que voy a jugar al casino de Montecarlo. Resulta que gano un millón de euros y resulta que llego a mi casa y me suicido, debe ser de alegría, porque yo no encuentro ningún motivo ¿No le parece extraño?
– Hay gente para todo, me dice y se queda tan tranquilo.
– Quiero ver mi contrato, le digo, creo que he sido víctima de una estafa y si es así, ustedes tendrán que indemnizarme.
– No diga tonterías, aquí nadie estafa a nadie. ¿Dónde se cree usted que está? Aquí tiene su contrato, léalo bien, dice enfadado, mientras extiende la mano por debajo del cristal y me pasa el contrato.

En la cláusula sexta leo con claridad “Antoine, será pobre en esta vida, salvo el mismo día de su muerte en que entrará a jugar al casino de Montecarlo, le tocará un millón de euros y morirá”.

– No sé cómo pude firmar un contrato tan estúpido, le digo, está claro que quería volver a vivir a cualquier precio y que ustedes se aprovecharon de mi necesidad.
– Puede pensar lo que quiera, pero ya ve, usted lo firmó y no hay nada que reclamar. El contrato está cumplido.
– No estoy de acuerdo, replico, en el contrato no pone por ninguna parte que sería yo mismo el que me quitaría la vida, así que lo siento mucho pero yo no me voy a marchar de aquí como si nada.
– Usted no se da cuenta de su situación, está muerto, por su mano o por la de otro da lo mismo, tiene un contrato firmado que está cumplido correctamente, y usted no tiene nada que hacer.
– Estafa e indefensión, apelaré, ya lo creo que apelaré.
– ¿A quién va a apelar, hombre de dios, si Dios es el Juez Supremo?
– Pues al Juez Supremo.
– Lo siento por usted si cree posible llegar al Juez Supremo, para eso estoy yo aquí con estas urnas, para quitarle trabajo a Dios, sobre todo, como en este caso, en que no hay lugar a dudas.
– Pero no ve que es imposible, dije invocando a su razonamiento lógico. ¿Cómo alguien va a suicidarse de felicidad? Morirse de felicidad es posible, ya se sabe el infarto y esas cosas, pero suicidarse de felicidad, eso no se ha visto ni en las peores películas. Esto es una jugarreta del demonio, sin duda, no sé cómo no lo ve usted y lo peor no sé cómo Dios, que lo sabe todo, no se da cuenta de cuándo le quieren quitar un Alma.
– ¿Usted cree que el demonio anda por en medio en este contrato?
– Piénselo un poquito ¿Cuántos suicidas de alegría conoce usted?
– Esto del demonio me inquieta, dice. Lo cierto es que es listo e intenta colárnosla por todas partes y la verdad lo del suicidio de alegría tampoco lo había visto yo antes, y eso que he visto cosas.
– ¿Entonces qué, me devuelve a mi vida mortal o le regala un alma al diablo?
– Lo tengo que consultar con mi jefe
– ¿Y mientras yo qué hago?
– Pues esperar, como todos los que acuden a las ventanillas.

Ahora estoy esperando, en medio de esta espesa niebla que me va a dejar el alma transparente, a que el de la túnica y la barba blanca aparezca de nuevo y me dé el notición del día, pero por si acaso no me devuelve a mi espléndida vida de recién millonario, y el Juez Supremo pasa de mi, he metido los brazos entre la reja, por encima del cristal de la ventanilla y he cambiado los carteles de las urnas, que ya se sabe dónde terminan yendo a parar todos los suicidas.

  1. Relatos de Isabel Hernández Madrigal

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