El pintor Rufino Tamayo nació en Oaxaca, México, el 25 de Agosto de 1899. Marcó toda una época de las artes visuales mexicanas, separándose de los muralistas y enfocando su arte hacia una visión simbólica y vanguardista.
Tuve el privilegio de conocerlo y tratarlo en México durante la década de los 70. Solía venir a las inauguraciones de la Galería Arvil (Ciudad de México) con Olga, su linda señora; otras, venía solo, para ver libros, conversar o encontrarse con otros artistas.
Una tarde subió a la galería en la parte alta de la casona situada en la Zona Rosa, y como sabía que era argentina, me platicó de Buenos Aires, de algunos pintores que conocía y de los buenos recuerdos que tenía de la ciudad porteña. En otra ocasión, yo había visitado Oaxaca y estaba enamorada de su tierra, y por supuesto fue nuestro tema.
Tamayo había inaugurado en 1974, en la casona colonial de la Avenida Morelos, en Oaxaca, el museo de Arte Precolombino que llevaba su nombre, donde se alberga la colección que donara a su país. Mas de 1300 piezas prehispánicas que, según me dijo, coleccionó en distintos momentos y con gran paciencia. Le interesaba que se valorara el arte prehispánico como arte, más que desde el punto de vista arqueológico.
Hablamos de los telares, con imágenes de los códices y con tintes naturales, y de su gran significación artesanal y artística. Estaba feliz hablando de su tierra, era de ascendencia zapoteca y amaba Oaxaca. Comentamos los sitios arqueológicos de Monte Alban, Mitla, de la Guelaguetza, la danza típica y colorida del Estado, y de su museo, tan bellamente instalado.
Yo estaba interesada por los perros sin pelo, “Xoloitzcuintle” o “escuincles”. Frida Kahlo tenía un par en su casa de Coyoacán. Tamayo me explicó que eran originarios de México y que eran sagrados. Existían en la gran ciudad de Tenochitlan, convivían con los pueblos indígenas y tenían un gran valor histórico y artístico. Esos perritos eran muy especiales: regordetes, pequeños y sin pelos. Es una raza canina muy antigua declarada Patrimonio Cultural y aparece en la mitología Mexica acompañando a los difuntos; de ahí que muchas de estas estatuillas fueran encontradas en tumbas. Su nombre proviene de la divinidad Xolotl, que le dio de regalo al hombre este animalito. Aparecen en pictografías y en algunos cuadros de Tamayo.
Me contó que a los niños se los llama, de forma cariñosa “escuincles”. Tamayo no tenía hijos y sentía especial interés por ellos.
En una de las inauguraciones se habló de cine, estábamos en un grupo y sabiendo que había sido actriz en Argentina me contó que el director John Huston estuvo interesado en su pintura, cuando él vivió en Estados Unidos. Aquella permanencia en EE. UU. le permitió ampliar su visión estética´, al estar en contacto con los grandes maestros internacionales. Además, lo reafirmó artísticamente, al exponer en varias galerías y trabajar en diversos murales.
Me encantaba ver a Tamayo hablando en un rincón de la galería con el también pintor oaxaqueño Francisco Toledo; parecían dos adolescentes rumoreando de arte, intercambiándose sus propias obras. Aunque de estéticas distintas, compartían el sentido de la mexicanidad.
Tamayo decía: “lo mexicano aflora en mí sin buscarlo, por su espíritu”. El maestro sabía que la mexicanidad era algo intrínseco en su obra, pero que su pintura era internacional y vanguardista y que siguió un camino personal separándose de los muralistas a pesar de haber realizado muchos murales importantes, pero con otra visión, y adelantándose a la Generación de la Ruptura.
La última vez que lo vi estaba entusiasmado con las ”Mixografias”, una técnica que había creado con Lea Remba, consiste en la impresión sobre papel pero con relieve y textura, lo cual da una nueva característica al grabado. Era, sin duda, una concepción distinta del grabado, estaba trabajando con entusiasmo y vendía con gran éxito. Las mixografias eran muy bellas, con sus temas y su mundo pictórico.
También, en aquel entonces, comentaba las gestiones para fundar el Museo Tamayo en la ciudad de México, en los predios del bosque de Chapultepec. Su interés era dejar parte de su legado artístico en un museo que enfocara las tendencias modernas, un referente del arte contemporáneo. Había conversaciones con Televisa y, finalmente, se construyó esa obra monumental, cuya arquitectura estuvo a cargo de Abraham Zabludovsky y Teodoro González de León. El museo se integra al paisaje boscoso y reafirma la tradición arquitectónica mexicana de espacios y materiales. Se inauguró en 1981 y luego pasó al Instituto Nacional de Bellas Artes, en 1986, con otra gran inauguración a la que asistió el mundo del arte, honrando a su maestro.
Tamayo, en el tiempo que yo viví en México, era un artista consagrado, una figura relevante, reconocido internacionalmente. Había expuesto en Estados Unidos, Europa y Latinoamérica, obtenido premios, y su obra circulaba en museos y galerías de prestigio. Luego, fue homenajeado en la Bienal de Venecia y conoció a la reina Sofia en España.
Tamayo participaba de la vida cultural de México y era, a pesar de su fama, una persona amable y discreta; siempre era un placer platicar con él. En varias ocasiones lo oí referirse a su vida como “una vida dedicada al arte”, y así lo era. Supe que en sus últimos años no quería viajar, sino solamente pintar.
Cuando murió, el 24 de junio de 1991, sus cenizas y las de su compañera Olga fueron depositadas en el Museo Tamayo, ese gran centro de cultura que mantiene viva la expresión de su arte. Allí reposa el gran maestro mexicano y se proyecta con su dimensión artística hacia las nuevas generaciones.
Rememoro, en este agosto caliente de 2017, mes de su nacimiento, su mundo de rojos y azules, sandias, perros y lunas, su mundo de soledades y amor, de imágenes oníricas y de figuras solitarias, sus cielos y sus soles que aun nos acompañan. Gracias Tamayo, gracias!